Unos dos años antes, antes de que, graduado por el Instituto, ingresara en el laboratorio de Gibarian, se había constituido la Fundación Mett-Irving, que destinaba suculentos premios a quien pudiera aprovechar la energía generada por la materia del océano para ser utilizada por el hombre. Esa idea había sido, desde siempre, enormemente tentadora y más de una nave cósmica había trasladado a la Tierra cargas enteras de gelatina plasmática. Durante mucho tiempo, se elaboraron pacientemente métodos para su conservación, mediante altas o bajas temperaturas, una microatmósfera artificial y un microclima parecidos a los solarianos, algunas dosis de radiaciones de recuerdo; en definitiva, miles de recetas químicas y todo ello para observar un proceso de desintegración, más o menos vago, que, obviamente como todo lo demás, fue descrito con todo detalle en cada una de sus fases: la autolisis, la maceración, la licuefacción de primer grado (primaria), o tardía (secundaria). Las muestras de todo tipo de eflorescencias y creaciones de plasma corrían la misma suerte, con algunas variantes en lo que refiere al proceso de descomposición final, del que solo quedaba una aguachirle licuada por la fermentación, ligera como la ceniza y metalizada. Cualquier solarista al que despertaran en mitad de la noche era capaz de proporcionar su composición, la proporción de los elementos y las fórmulas químicas.
El absoluto fracaso a la hora de mantener con vida — aunque solo fuera en un estado vegetativo o de hibernación— un fragmento, pequeño o grande, del monstruo fuera de su organismo planetario, dio lugar al convencimiento (desarrollado por la escuela de Meunier y Proroch) de que había que resolver un único misterio y que, el día que consiguiéramos abrirlo con la llave interpretativa adecuada, todo quedaría explicado.
Gente que a menudo no guardaba ninguna relación con la ciencia dedicó tiempo y energías a la búsqueda de dicha llave, la piedra filosofal de Solaris. En la cuarta década de la solarística, la cantidad de charlatanes y maniacos procedentes de fuera del ámbito científico — locos que superaban en entusiasmo a sus antecesores, una especie de profetas del
Al colocar el tomo de Gravinski en su sitio, encontré, justo al lado — los libros estaban colocados por orden alfabético —, un pequeño folleto de Grattenstrom, apenas visible entre los gruesos lomos, una de las manifestaciones más peculiares de la literatura solariana. Se trata de una publicación que, en su esfuerzo por comprender lo extrahumano, estaba enfocada en contra de la gente, en contra del ser humano. Anteriormente, el autor había publicado unos sorprendentes apuntes acerca de ciertas ramas muy exactas y marginales de la física cuántica. El libelo que ahora tenía entre las manos era un trabajo extremadamente frío escrito por un autodidacta empeñado en demostrar, en menos de veinte páginas, que incluso los logros de la ciencia, los aparentemente abstractos, los más teóricos y basados en cálculos matemáticos, en realidad estaban a uno o dos pasos de la prehistórica, sensorial y antropomórfica idea del mundo que nos rodea. Entre las fórmulas de la teoría de la relatividad, del teorema de campos magnéticos, de la paraestática y en la hipótesis del campo cósmico unificado buscó indicios del cuerpo humano, de la estructura de nuestro organismo, de las limitaciones e imperfecciones de la fisiología animal del hombre; aquello llevó a Grattenstrom a la conclusión definitiva de que el Contacto del hombre con una civilización no antropomorfa ni humanoide nunca había sido, ni sería posible. Era un panfleto en contra de toda la especie que, sin mencionar en ningún momento al océano inteligente, lograba que su presencia, disimulada bajo un desdeñoso silencio triunfador, se percibiera casi en cada frase. Eso fue lo que sentí al familiarizarme por primera vez con el folleto de Grattenstrom. En cualquier caso, aquel trabajo era más una mera curiosidad que un ejemplo propiamente dicho de la literatura solariana y si se hallaba en la biblioteca clásica era porque Gibarian lo había colocado allí personalmente; fue él quien me animó a leerlo.