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Me senté en una silla tapizada. El silencio era absoluto. A un paso detrás de mí, Harey hojeaba un libro; podía escuchar la suavidad con que pasaba las páginas bajo sus dedos. El compendio de Gravinski, a menudo utilizado por los estudiantes como simple «chuleta», recogía un conjunto de hipótesis solarianas ordenadas alfabéticamente: desde la Abiológica hasta la Degenerativa. El compilador — quien, según creo, jamás había puesto el pie en Solaris —, se estudió todas las monografías, los protocolos de expedición, los trabajos fragmentarios y las informaciones provisionales; incluso se adentró en las citas de obras de planetólogos, investigadores de otros globos y, como resultado, ofreció un catálogo que, en cierta medida, horrorizaba por el estilo lapidario de sus formulaciones, devenidas, en ocasiones, triviales tras haber sido amputadas del sutil embrollo de ideas que habían tomado parte en su nacimiento. En cualquier caso, el conjunto, cuyo propósito era enciclopédico, poseía más bien el valor de una curiosidad; el tomo había sido editado hacía veinte años y, durante ese tiempo, habían surgido un montón de hipótesis imposibles de reunir en un solo libro. Eché un vistazo al índice alfabético de autores como si fuera el listado de los caídos: pocos seguían vivos y, al parecer, ninguno se dedicaba activamente a la solarística. De entre aquella riqueza de ideas que apuntaban en múltiples direcciones, una de aquellas hipótesis tenía, por necesidad, que ser cierta; era imposible que la realidad divergiera por completo, que fuese distinta a todas y cada una de la miríada de propuestas lanzadas. Gravinski escribió un prólogo en el cual dividió en varios periodos los, ya por aquel entonces, sesenta años de la ciencia solarística. Durante la primera etapa — fechada desde la primera exploración de Solaris —, realmente nadie planteó hipótesis de forma consciente. Se supuso de forma natural y por intuición, según el «sano juicio», que el océano era un inanimado conglomerado químico, una terrible masa de gelatina que circunnavegaba el globo, que fructificaba en las más extrañas criaturas gracias a su actividad cuasi volcánica y que — gracias al innato automatismo de los procesos— contribuía a estabilizar la inestable órbita, al igual que un péndulo mantiene invariable su movimiento en un mismo plano, una vez lanzado. Lo cierto es que, tres años más tarde, Magenon se pronunció a favor de la naturaleza animada de la «máquina gelatinosa», pero Gravinski fechaba el periodo de hipótesis biológicas nueve años más tarde, cuando la opinión de Magenon, al principio aislada, empezó a ganar cada vez más adeptos. Los años posteriores abundaron en detallados modelos teóricos del océano vivo, muy enrevesados y apoyados por un análisis biomatemático. Durante el tercer periodo, se desintegró la opinión hasta ese momento casi monolítica de los científicos.

Fue la época en que surgieron la gran mayoría de las escuelas, enfrentadas entre sí. Panmaller, Strobel, Freyhouss, le Greuille, Osipowicz desarrollaron su labor por aquel entonces, pero la herencia de Giese fue sometida a una crítica abrumadora. Se elaboraron los primeros atlas y los primeros catálogos; se tomaron estereofotografías de las asimetriadas, consideradas hasta ese momento creaciones fuera del alcance de cualquier investigación; el cambio se produjo gracias a los nuevos instrumentos teledirigidos que fueron enviados a las tormentosas profundidades, que amenazaban con la explosión de los colosos constantemente. Al margen de las enloquecidas discusiones, empezaron a lanzarse hipótesis minimalistas, aisladas y silenciadas con desprecio: aunque no se consiguiera establecer el famoso Contacto con el «monstruo racional», las investigaciones acerca de la osificación de las ciudades mimoidales y de las montañas abombadas, escupidas por el océano para ser reabsorbidas, con seguridad aportarían preciados conocimientos químicos, fisicoquímicos, nuevos datos sobre la formación de las moléculas gigantes; pero nadie entraba en polémica con los pregoneros de aquellas tesis. Hay que recordar que, en aquellos tiempos, se crearon catálogos de metamorfosis típicas, vigentes hasta hoy en día, o la teoría bioplasmática de los mimoides de Franck que, aunque rechazada por falsa, ha permanecido como un magnífico ejemplo de razonamiento impetuoso y construcción lógica.

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