Los «periodos de Gravinski» (que, en su totalidad, sumaban más de treinta años) abarcaban desde la ingenua juventud, caracterizada por un romanticismo optimista y espontáneo, hasta la edad madura de la solarística, marcada ya por las primeras voces escépticas. Ya a finales del primer cuarto de siglo, se formularon unas hipótesis tardías, que retomaban las primeras — las coloido-mecánicas —, acerca del carácter apsíquico del océano solarista. Cualquier tipo de búsqueda de indicios de voluntad consciente, de teleología de procesos, de acciones motivadas por la necesidad interior del océano, se consideraba, en general, como una aberración causada por toda una generación de investigadores. La apasionada campaña lanzada para arrebatar sus tesis preparó el terreno para los análisis del grupo de Holden, Eonides, Stoliwa, cuya aproximación era juiciosa, analítica y se basaba en una minuciosa catalogación de los hechos. Fueron tiempos en los que los archivos aumentaron bruscamente su tamaño, se crearon catálogos de microfilms, se llevaron a cabo expediciones equipadas con toda clase de aparatos existentes en la Tierra (registradores automáticos, indicadores y sondas). Había años en los que más de mil personas a la vez participaban en las investigaciones; pero, mientras crecía la acumulación de materiales a un ritmo incesante, el animado espíritu de los científicos se iba volviendo progresivamente estéril, y comenzó —aunque es difícil delimitarlo con exactitud— el periodo de decadencia de aquella fase de la exploración solariana que, pese a todo, aún respiraba optimismo.
Se caracterizó, sobre todo, por la genialidad de sus figuras señeras — valientes, en ocasiones, por su imaginación teórica; otras, por su espíritu crítico —, gente como Giese, Strobla, o Sevada; aquel último — el último de los grandes solaristas— murió en misteriosas circunstancias, en las cercanías del polo del planeta, tras haber hecho algo que no se le hubiese ocurrido ni siquiera a un novicio. Ante la mirada de cientos de espectadores, introdujo su nave, que planeaba sobre el océano a poca altura, en el interior de un raudo que inequívocamente se estaba apartando de su camino. Se comentó que fue víctima de una indisposición repentina, un desmayo o bien un fallo de los mandos, pero en realidad, según creo, se trató de un suicidio, el primer estallido público de desesperación.
Sin embargo, no sería el último. El tomo de Gravinski no contiene esos datos, soy yo quien añade fechas, hechos y detalles mientras repaso sus amarillentas páginas cubiertas de letra menuda.
De todas formas, si bien no se dieron casos de atentados contra la propia vida tan patéticos, lo cierto es que también faltaron individualidades a la altura de las circunstancias. El reclutamiento de investigadores que se dedican a una determinada rama de la planetología es, en realidad, un proceso desconocido. Las personas de gran talento o gran fuerza de carácter nacen, más o menos, con la misma frecuencia, pero su elección no es la misma. Su presencia o su ausencia en un campo de investigación puede explicar las perspectivas que esta ofrece. Pese a las diferencias en la valoración de los clásicos de la solarística, nadie puede negar su grandeza y su genio. El silencioso gigante solarista ha atraído, durante décadas, a los mejores matemáticos, físicos, eminencias de la biofísica, de la teoría de la información, de la electrofisiología. De repente, de un año a otro, el ejército de investigadores se vio privado de sus líderes. Lo que quedó fue una masa gris, anónima, de pacientes coleccionistas, compiladores, autores de más de un experimento prometedor, pero faltaron expediciones en masa, a la escala del planeta, e hipótesis atrevidas y unificadoras.