La solarística, de algún modo, empezaba a resquebrajarse y, mientras decaía, iban surgiendo multitud de hipótesis que se diferenciaban entre sí apenas por detalles secundarios: la degeneración, la regresión, la involución de los mares solaristas. De vez en cuando, aparecía un planteamiento más atrevido, más interesante, pero, de alguna manera, todos juzgaban al océano, considerado el producto final del desarrollo que, antaño, hacía miles de años, había conocido su periodo de máxima organización y que ahora, ligado tan solo a nivel físico, se desintegraba en numerosas, inútiles y absurdas criaturas moribundas. Por lo tanto, se trataba de una agonía monumental, prolongada durante siglos; así es como se percibía Solaris: en los luengones o en los mimoides se intentaban descubrir señales de un renacimiento; en los procesos que impulsaban al cuerpo líquido, muestras de caos y anarquía; hasta el punto de que aquella disciplina se convirtió en una obsesión. Tanto es así que toda la literatura científica de los siguientes siete u ocho años — aunque desprovista, claro está, de descripciones que expresasen abiertamente los sentimientos de sus autores— se convirtió en un montón de ataques, en una venganza de solitarias y grises masas de solaristas contra el objeto de sus arduas investigaciones, siempre igual de indiferente y ajeno a su presencia.
Leí los trabajos de más de diez psicólogos europeos que, de forma injusta, no fueron incluidos en la colección de clásicos solaristas; su trato con la solarística consistió en un análisis de la opinión pública durante un largo periodo de tiempo: coleccionaban las declaraciones de gente corriente, voces de legos y, gracias a ello, demostraron la estrecha relación entre los cambios en la opinión pública y los procesos que se producían en los círculos de los científicos.
También en el seno del grupo que coordinaba el Instituto Planetológico, donde se tomaban las decisiones sobre el apoyo material a las investigaciones, tuvieron lugar cambios que se vieron reflejados en la constante, aunque gradual, reducción del presupuesto de los institutos y centros solaristas, así como de las subvenciones a los equipos enviados al planeta.
Las voces que proclamaban la necesidad de reducir el número de investigaciones se mezclaban con la exigencia, por parte de nuevos actores, de medios más eficaces, pero creo que, en todo esto, nadie superó al director administrativo del Instituto Cosmológico Universal, quien se empeñaba en propagar que el océano vivo no ignoraba a los seres humanos, sino que no sabía que estuvieran allí, de la misma forma que un elefante no ve a una hormiga paseándose por su lomo; con tal de llamar su atención y concentrarla en nosotros recomendaba el empleo de potentes estímulos e instrumentos gigantes, a escala de todo el planeta. Como curiosidad, cabe mencionar que era, según subrayó la malintencionada prensa, el propio director del Instituto Cosmológico — y no el del Planetológico, encargado de financiar la exploración solariana —, el que exigía tan costosas acciones; se trataba, pues, de ser generoso a costa del bolsillo ajeno.
Y luego, el caos de las hipótesis, la recuperación de las más antiguas, la introducción de cambios significantes; la precisión o, por el contrario, la ambigüedad empezaron a convertir la solarística — hasta entonces clara, pese a su extensión— en un laberinto cada vez más enredado, plagado de callejones sin salida. En medio de una atmósfera de indiferencia, de estancamiento y de desánimo generalizados, un océano de folios estériles comenzó a acompañar en el tiempo al investigador solariano.