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Me puse de pie y di una vuelta a la sala; entretanto Sartorius, que había desaparecido en el cuarto oscuro, regresó con la película revelada y ya seca. A lo largo de más de diez metros de cinta, se perfilaban unas líneas blancas, lenticulares y trémulas, que parecían moho o una telaraña extendida a lo largo de la negra y resbaladiza tira de celuloide.

No tenía nada más que hacer, pero me quedé. Los otros dos insertaron la película en el oxidado cabezal del modulador; Sartorius volvió a examinar uno de los extremos, desconfiadamente mohíno, como si quisiera descifrar el contenido de las flameantes líneas.

El resto del experimento se desarrolló lejos de mi vista. Sabía lo que ocurría únicamente cuando los dos hombres se colocaban detrás de los paneles de control, junto a la pared, y ponían en marcha los correspondientes aparatos. La corriente despertó con un leve murmullo, recorriendo los recovecos de las bobinas, bajo el suelo acorazado; después, los pilotos de los verticales y acristalados tubos de los indicadores se desplazaron hacia abajo, indicando la activación del enorme cañón del aparato de rayos X, que descendió por un pozo hasta ubicarse en su emplazamiento. Una vez dispuesto, las pequeñas luces permanecieron fijas en la parte inferior de la escala y Snaut comenzó a aumentar la tensión hasta que las agujas, o más bien, las rayas blancas que hacían las veces de aquellas, se agitaron, desplazándose media vuelta a la derecha. El ruido de la corriente era apenas perceptible, parecía que no estuviera pasando nada; las bobinas con la película giraban, ocultas por una cubierta protectora, el contador producía un tictac apenas audible, como el mecanismo de un reloj.

Por encima del libro, Harey nos miraba a mí y a ellos alternativamente. Me puse a su lado y entonces me dirigió una mirada interrogante. El experimento había finalizado, Sartorius se acercó despacio al enorme cabezal, en forma de cono, del aparato.

— ¿Nos vamos? — me preguntó Harey, moviendo tan solo los labios. Asentí con la cabeza. Se levantó. Sin despedirme de nadie, me parecía demasiado absurdo, pasé junto a Sartorius.

Una bellísima puesta de sol inundaba las ventanas del pasillo superior. No era el rojo habitual, lúgubre e hinchado, sino todas las tonalidades de un rosa tamizado por la luz, como espolvoreado con partículas de plata más finas. El negro de la interminable llanura del océano parecía parpadear con un suave resplandor violeta parduzco, en respuesta a aquella suave estela. Tan solo en su cenit el cielo se empeñaba aún en mantenerse bermejo.

De pronto, me detuve en mitad del pasillo inferior. No soportaba la idea de volver a encerrarnos en el camarote abierto al océano, como en la celda de una prisión.

— Harey — dije —, me gustaría pasar por la biblioteca, ¿te importa?

— Oh, en absoluto, buscaré algo para leer — contestó con un ánimo un tanto fingido.

Sabía que la noche anterior se había abierto una brecha entre nosotros y que debía esforzarme en mostrarme cordial con ella, pero la apatía se había apoderado por completo de mí. Sería difícil sacarme de aquel estado. Regresamos sobre nuestros pasos y luego atravesamos una rampa que llevaba hasta un pequeño recibidor de tres puertas, con plantas colocadas en vitrinas de cristal.

La puerta del medio daba a la biblioteca y por ambos lados estaba forrada de un cuero artificial que yo siempre evitaba tocar. Dentro de la gran sala circular, bajo el pálido techo plateado con soles estilizados, hacía un poco más de frío.

Acaricié con el dedo los lomos de los clásicos solarianos y a punto estaba de sacar el primer tomo de Giese, con su semblante grabado en la primera página y protegido con un papel de seda, cuando, ante mi sorpresa, descubrí el grueso tomo de Gravinski, editado en octavo, en el que no me había fijado la vez anterior.

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