— ¿Quieres venir a verme? — adiviné. Miré a Harey de reojo. Estaba tumbada con la cabeza doblada sobre el almohadón y las piernas cruzadas y lanzaba al aire, con inconsciente gesto de aburrimiento, la bola de plata en el extremo de una cadenita sujeta a los brazos del sillón.
— Deja eso, ¿me oyes? ¡Déjalo! — dijo Snaut elevando el tono de voz. Vi su perfil en la pantalla. No pude oír el resto, porque había tapado el micrófono con la mano, pero pude ver que sus labios se movían.
— No, no puedo ir ahora. Quizás más tarde. Hasta dentro de una hora, pues — dijo rápidamente y la pantalla se apagó. Colgué el teléfono.
— ¿Quién era? — preguntó Harey con indiferencia.
— Un tipo. Se llama Snaut y es cibernético. No lo conoces.
— ¿Falta mucho?
— ¿Qué pasa? ¿Te aburres? — pregunté. Introduje el primero de la serie de preparados dentro del microscopio neutrónico y, uno por uno, apreté los coloridos cabezales de los interruptores. Los campos de fuerza zumbaron sordamente.
— Aquí no hay muchas distracciones y si no te basta con mi modesta compañía, lo tendrás difícil — dije alargando distraídamente las pausas entre las palabras; con ambas manos bajé un enorme y negro cabezal, del que salía la lente del microscopio, y me apoyé en la blanda concha de goma. Harey dijo algo que no llegué a oír. Abajo se extendía un fragmento empinado de un enorme desierto, inundado de un plateado resplandor. Por su superficie, se esparcían redondos pedruscos, como resquebrajados y erosionados, envueltos en una niebla indefinida. Eran glóbulos rojos. Enfoqué la imagen y, sin separar la vista de las lentes, fui profundizando en el campo de visión de tonos plateados. Al mismo tiempo, giré la manivela que regulaba la altura del soporte con la mano izquierda y, en el momento en el que uno de los glóbulos, solitario como un bloque errático, se encontraba en el cruce de hilos negros, amplié la imagen. Aparentemente, el objetivo apuntaba a un eritrocito deforme, perdido en medio de todo y que parecía el gran círculo de un cráter rocoso, con negras y afiladas sombras en los huecos de su borde anular. Aquel borde erizado con cristalizadas capas de iones de plata escapó fuera de los límites del campo microscópico. Aparecieron contornos de cadenas de proteínas, medio fundidas y retorcidas: turbios, como si estuvieran siendo contemplados a través de una película de agua irisada. Aislé uno de aquellos restos proteínicos bajo la rejilla negra de la lente del microscopio y empujé lentamente la palanca de aumento; de un momento a otro, aquel viaje al interior iba a llegar a su fin; ¡la aplanada sombra de una molécula llenaba ahora toda la imagen!
Pero no ocurrió nada. Debería estar viendo las trepidantes nubes de los átomos, una especie de agitación gelatinosa, pero no había nada de todo eso. La pantalla solo reflejaba una inmaculada luz plateada. Empujé la palanca hasta el final. La intensidad del amenazador zumbido aumentó, pero seguía sin distinguir nada. Se repetía una señal estrepitosa que me avisó del riesgo de sobrecarga del instrumento. Una vez más, miré dentro del vacío plateado y apagué la luz.
Vi a Harey con la boca abierta, intentando disimular un bostezo que sustituyó hábilmente por una sonrisa.
— ¿Cómo estoy? — preguntó.
— Muy bien — contesté —. Creo que… no podrías estar mejor.
Seguí mirándola y de nuevo sentí aquel hormigueo en el labio inferior. ¿Qué había ocurrido realmente? ¿Qué significaba? ¿Aquel cuerpo, aparentemente tan esbelto y frágil — en realidad, indestructible —, resultaba estar, en el fondo, compuesto de nada? Solté un puñetazo contra la carcasa cilíndrica del microscopio. ¿Quizás el aparato estaba estropeado? ¿Quizás las lentes no enfocaban? No, sabía que el aparato funcionaba sin problemas. Repasé las distintas fases, las células del conglomerado proteico, sus moléculas, todas ellas tenían exactamente el mismo aspecto, como en los miles de preparados que había analizado. Pero el último escalón hacia abajo no llevaba a ninguna parte.
Le extraje más sangre y la vertí dentro de un cilindro de medición. La separé en varias dosis y comencé la analítica. Tardé más de lo previsto, había perdido práctica. Las reacciones estaban dentro de la norma. Todas. Aunque…
Eché una gota de ácido concentrado sobre una perla roja. Echó humo, la gota se volvió gris y se cubrió de una capa de espuma sucia. Descomposición. Desnaturalización. ¡Más, más! Cogí otra probeta. Al volverme de nuevo para mirar la reacción, el fino cristal estuvo a punto de escurrírseme de las manos.
Bajo la fina capa de la espuma del fondo de la probeta, volvía a crecer una nueva capa de rojo oscuro. ¡La sangre, quemada por el ácido, se estaba regenerando! ¡Era absurdo! ¡No era posible!
—¡Kris! — dijo una voz muy lejana —. ¡Teléfono, Kris!
— ¿Qué? Ah, ya, gracias.
Llevaba un buen rato sonando, pero no lo había oído hasta ese momento.
— Kelvin al habla — dije por el auricular.
— Soy Snaut. He realizado la conexión de forma que ahora estamos los tres conectados a la vez.