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Estaba acostado, boca arriba, con su cabeza sobre mi hombro, sin pensar en nada. La oscuridad del cuarto empezaba a poblarse. Oí unos pasos. Las paredes estaban desapareciendo. Algo se amontonaba encima de mí, cada vez más alto, hacia el infinito. Traspasado de un extremo a otro, abrazado sin tacto, me quedé inmóvil en la oscuridad, sintiendo su afilada transparencia. Muy lejos se oían unos latidos. Concentré toda mi atención, el resto de mis fuerzas, en esperar la agonía. Tardaba en venir. Seguí empequeñeciéndome y el cielo invisible, sin horizontes, el espacio desprovisto de siluetas, de nubes, de estrellas, me convirtió en su punto central, mientras retrocedía y crecía. Intenté arrastrarme por la cama sobre la que yacía, pero debajo de mí ya no quedaba nada y la oscuridad no amparaba nada ya. Apreté los puños, escondí en ellos mi rostro. Ya no lo tenía. Los dedos lo atravesaron de lado a lado, tenía ganas de gritar, de aullar…

La habitación se había vuelto gris y celeste. Los objetos, las estanterías, las esquinas de las paredes habían sido repasados con anchas pinceladas mate, apenas perfilados, desprovistos de su auténtico color. La blancura más intensa, un blanco perla, desenvolvía el silencio al otro lado de la ventana. Tenía el cuerpo empapado en sudor. Al girar la cabeza hacia un lado, mi mirada se cruzó con la de ella.

— ¿Se te ha dormido el brazo?

— ¿Qué?

Levantó la cabeza. Sus ojos eran del mismo color que la habitación: grises y radiantes bajo los párpados. Noté el calor de su aliento antes de comprender el sentido de sus palabras.

— No. Ah, sí.

Puse una mano sobre su hombro. El tacto me causó un hormigueo. Lentamente, la atraje hacia mí con ambos brazos.

— Has tenido una pesadilla.

— ¿Una pesadilla? Sí, una pesadilla. Y tú, ¿no has dormido?

— No lo sé. Quizás no. No tengo sueño; pero tú, duerme. ¿Por qué me miras así?

Entorné los ojos. Notaba el delicado y rítmico latido de su corazón a la altura del mío, que trabajaba con mayor lentitud. «Forma parte del atrezo», pensé. Ya nada me sorprendía, ni siquiera mi propia indiferencia. Había dejado atrás el miedo y la desesperación. Me encontraba más lejos, ¡oh, nadie había estado aún tan lejos! Rocé su cuello con los labios, y seguí bajando hasta que llegué a una cavidad entre los tendones, pequeña y lisa como el interior de una concha. Aquí también se oía el latido.

Me incorporé sobre un codo. No había ninguna aurora, ni la suavidad del amanecer; un resplandor celeste envolvía eléctricamente el horizonte, el primer rayo atravesó la habitación a modo de disparo, un juego de luces lo inundó todo, los reflejos del arcoiris se quebraron dentro del cristal de la ventana, de los picaportes, de los tubos de vidrio; parecía que la luz quisiera chocar contra cada superficie que encontraba a su paso, como si quisiera liberarse, hacer explotar el estrecho habitáculo. Resultaba imposible seguir mirando. Me giré. Las pupilas de Harey se encogieron y sus iris de color gris me miraron.

— ¿Ya es la hora del amanecer? — preguntó con voz mate. Una especie de mezcla entre sueño y realidad.

— Aquí siempre es así, cariño.

— ¿Y nosotros?

— Nosotros, ¿qué?

— ¿Seguiremos aquí mucho tiempo?

Me entraron ganas de reírme. Sin embargo, cuando por fin hablé, la voz que me salió no parecía una risa.

— Me temo que sí. ¿No te apetece?

Sus párpados temblaban. Me observaba con atención. ¿Estaría parpadeando? No estaba seguro. Tiró de la manta y una pequeña marca triangular rosada se divisó sobre su hombro.

— ¿Por qué miras así?

— Porque eres bella.

Sonrió, pero solo por cortesía, en agradecimiento por el cumplido.

— ¿De veras? Porque me miras como si… como si…

— ¿Cómo?

— Como si estuvieras buscando algo.

—¡Qué dices!

— No, como si pensaras que algo me pasa, o bien que hay algo que yo no te he dicho.

— En absoluto.

— Si te empeñas en negarlo, seguro que es cierto. Pero haz lo que quieras.

Tras los cristales encendidos, nacía un calor mortecino, celeste. Busqué las gafas, mientras me protegía los ojos con la mano. Estaban encima de la mesa. Me coloqué de rodillas sobre la cama, me las puse y vi el reflejo de ella en el espejo. Estaba a la expectativa. Cuando me tumbé de nuevo a su lado, sonrió.

— ¿Y para mí?

De pronto, entendí.

— ¿Las gafas?

Me incorporé y empecé a rebuscar dentro de los cajones, en la mesa junto a la ventana. Encontré dos pares, ambos demasiado grandes. Se los entregué y se los probó, pero se deslizaban hasta la mitad de su nariz. Las trampillas de las ventanas empezaron a cerrarse con un prolongado crujido. En cuestión de segundos, en el interior de la Estación, que se resguardaba bajo su caparazón como una tortuga, se hizo de noche. Le quité las gafas a tientas y, junto con las mías, las coloqué debajo de la cama.

— ¿Y ahora qué hacemos? — preguntó.

— Lo que suele hacerse de noche: dormir.

— Kris.

— ¿Qué?

— Será mejor que te prepare una compresa nueva.

— No, no hace falta. No hace falta… cariño.

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