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Al decirlo, ni yo mismo sabía si estaba fingiendo, pero de pronto, en medio de la oscuridad, abracé a ciegas su esbelta espalda y, al notar su temblor, creí en ella. No sé. De repente me pareció que era yo quien la engañaba, y no al revés, porque ella tan solo era ella misma.

A continuación, me volví a dormir y a despertar varias veces seguidas y, en cada ocasión, un espasmo me arrancaba del sueño; los fuertes latidos de mi corazón tardaban en aquietarse, la estrechaba contra mí, mortalmente cansado; ella escrutaba mi rostro, mi frente, comprobando con mucho cuidado si tenía fiebre. Era Harey. Era imposible que existiese otra más real que aquella.

Tras esos pensamientos, se produjo un cambio dentro de mí. Dejé de luchar. Me quedé dormido casi de inmediato.

Me despertó un delicado roce. Sentía una agradable sensación de frío en la frente. Tenía la cara cubierta por algo húmedo y suave que se fue deslizando lentamente, permitiéndome ver el rostro de Harey inclinado sobre mí. Escurría, con ambas manos, el exceso de líquido de la gasa en el interior de un cuenco de porcelana. Junto a este, había un frasco de ungüento contra las quemaduras. Me sonrió.

—¡Qué sueño tienes! — dijo, colocando de nuevo la gasa —. ¿Te duele?

— No.

Moví la piel de la frente. Era cierto, las quemaduras habían dejado de molestarme. Harey estaba sentada al borde de la cama, envuelta en un albornoz masculino, blanco con rayas naranjas, su cabello negro suelto a lo largo del cuello. Se había remangado hasta los codos, con el fin de tener libertad de movimientos. Noté un hambre tremenda, debía de llevar unas veinte horas sin probar bocado. Una vez que Harey hubo terminado las curas, me levanté. De repente, mi vista se posó sobre dos idénticos vestidos blancos de botones rojos: el primero era el mismo que le había ayudado a quitarse mediante el corte en el cuello y el segundo, el que traía el día anterior. Esta vez, ella misma había descosido la costura con ayuda de las tijeras. Decía que lo más probable es que se hubiera enganchado la cremallera.

La visión de los dos vestidos idénticos fue lo peor que había vivido hasta ese momento. Harey estaba ocupada, ordenando el botiquín. A escondidas, me di la vuelta y me mordí el puño. Sin dejar de mirar ambos vestidos — o más bien el mismo vestido duplicado —, comencé a retroceder hacia la puerta. El grifo seguía goteando, haciendo ruido. Abrí la puerta, me deslicé silenciosamente hasta el pasillo y la cerré con cuidado. Escuchaba el suave susurro del agua corriendo y el sonido de las botellas; de pronto, el ruido cesó. Las alargadas luces del pasillo estaban encendidas, una indefinida mancha de luz se reflejaba sobre la puerta; me quedé allí a la espera, con los dientes apretados. Mantenía sujeto el picaporte, aunque dudaba de que fuese capaz de resistir mucho tiempo. Una violenta sacudida por poco me lo arrancó de la mano, pero la puerta no se abrió, tan solo tembló y empezó a crujir de forma terrible. Estupefacto, solté el picaporte y retrocedí; estaba ocurriendo algo increíble: la plancha lisa de plástico se doblaba hacia el interior de la habitación, como hundida a presión. La laca empezó a desconcharse en pequeñas láminas, dejando al desnudo el acero del marco que cada vez se tensaba más. Entonces lo entendí: en lugar de empujar la puerta, que abría hacia el pasillo, Harey estaba intentando abrirla tirando de ella. El reflejo de la luz se deformó sobre su superficie como sobre un espejo cóncavo; se oyó un tremendo crujido y la uniforme hoja, doblada por un extremo, se resquebrajó. Al mismo tiempo, el picaporte, arrancado de su soporte, cayó en la habitación. Inmediatamente, unas manos ensangrentadas aparecieron por el hueco, dejando huellas rojas sobre la pintura; siguieron tirando hasta que el tablero de la puerta se partió en dos y quedó colgando oblicuamente de los pernios, y el monstruo albinaranja de cara lívida se lanzó contra mi pecho, sollozando.

De no ser porque estaba paralizado por el espectáculo, posiblemente habría intentado huir. Harey respiraba de forma convulsiva, dando golpes con la cabeza contra mi hombro, sacudiendo su cabello despeinado. La llevé de vuelta a la habitación y, tras abrirme paso entre los restos de la destrozada puerta, la tumbé sobre la cama. Sus uñas estaban rotas y ensangrentadas. Al darle la vuelta a la mano, vi que la palma estaba en carne viva. La miré a la cara, pero sus ojos eran totalmente inexpresivos.

—¡Harey!

Contestó con un murmullo inarticulado. Acerqué mi dedo a su ojo. El párpado se cerró. Mientras me dirigía al botiquín, la cama crujió y, al darme la vuelta, vi que estaba sentada y se examinaba asustada las manos ensangrentadas.

— Kris — gimió —. Yo… yo… ¿qué me ha pasado?

— Te has lastimado al derribar la puerta — dije secamente. Tenía algo en los labios, sobre todo en el inferior, como hormigas en movimiento. Me los mordí.

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