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Llevaba un rato observando el desplazamiento del oscuro objeto que cubría la pantalla de Sartorius: en la parte superior se vislumbraba una ranura que dejaba entrever algo rosa que, a su vez, se desplazaba. De golpe, la superficie oscura se vino abajo.

—¡Fuera! ¡Fuera! — El grito desgarrador de Sartorius se oyó a través del auricular. En medio de la pantalla iluminada, entre los brazos del doctor, provisto de abombados mangotes de laboratorio, relució un objeto de gran tamaño, dorado y en forma de disco, que forcejeaba con algo; después, la imagen se eclipsó antes de que me diera tiempo a comprender que aquel círculo dorado era un sombrero de paja…

— ¿Snaut? — dije suspirando profundamente.

— Dime, Kelvin — me contestó la cansada voz del cibernético. En ese momento, sentí que me caía bien. Aunque lo cierto era que prefería no saber quién era su acompañante —. De momento, hemos tenido suficiente, ¿no te parece?

— Creo que sí —contesté —. Escucha, cuando puedas, ven a verme abajo, o a mi camarote, ¿de acuerdo? — añadí presuroso antes de que colgara el teléfono.

— De acuerdo — dijo —, pero no sé cuándo.

Con esto se dio por finalizada la problemática conferencia.

<p>LOS MONSTRUOS</p>

Una luz me despertó en mitad de la noche. Me incorporé sobre un codo, mientras me protegía los ojos con la otra mano. Harey, envuelta en una sábana, se acurrucó a los pies de la cama, con la cara tapada por su desmelenada cabellera. Le temblaban los hombros. Estaba llorando en silencio.

—¡Harey!

Se encogió aún más.

— ¿Qué te ocurre, Harey?

Me senté, sin recobrar del todo la lucidez, y poco a poco me fui liberando de la pesadilla que un momento antes me estaba ahogando. La chica tiritaba. Al tratar de abrazarla, me apartó con el brazo, intentando esconder su rostro.

— Cariño.

— No digas eso.

— Pero ¡Harey! ¿Qué sucede?

Vi su cara mojada, trémula. Unos lagrimones infantiles se deslizaban por sus mejillas; remansados en el hoyuelo de la barbilla, relucían antes de gotear sobre la sábana.

— No me quieres aquí.

—¡Menuda ocurrencia!

— Lo he oído.

Noté que mi facciones se tensaban.

— ¿Qué es lo que has oído? No has entendido, no era más que…

— No. No. Decías que no era yo. Que me fuera. Y me iría. ¡Dios! Vaya que si me iría, pero no puedo. No sé qué es. Quisiera y no puedo. Soy tan… ¡tan despreciable!

—¡Mi pequeña!

La agarré y la abracé con todas mis fuerzas, todo se estaba desmoronando; le besaba las manos, los dedos, húmedos y salados, repetía conjuros, promesas, le pedía perdón y le decía, una y otra vez, que había sido un estúpido y asqueroso sueño. Se fue tranquilizando. Dejó de llorar. Sus ojos enormes y lunáticos terminaron por secarse. Giró la cabeza.

— No — dijo —, no digas eso, no hace falta. No eres el mismo conmigo…

—¡Que no soy el mismo!

Se me escapó un gemido.

— Sí. No me quieres aquí. Lo noto constantemente. Fingía no darme cuenta. Pensaba que me lo parecía, que eran cosas mías, pero no. Te comportas… de otra forma. No me tomas en serio. Sí, ha sido un sueño, pero eres tú quien ha soñado conmigo. Me llamabas por mi nombre. Te daba asco. ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?!

Me puse de rodillas frente a ella, abrazado a sus piernas.

— Mi niña…

— No quiero que me llames así. No quiero, ¿me oyes? No soy ninguna niña. Soy…

Rompió a llorar y hundió la cara en las sábanas. Me incorporé. Notaba el silencioso zumbido del aire fresco procedente de las salidas de ventilación. Tenía frío. Me puse el albornoz por encima y me senté en la cama. Le toqué el hombro.

— Escucha, Harey. Te diré algo. Te contaré la verdad…

Se alzó lentamente, apoyándose en los brazos. Vi cómo le palpitaba el pulso bajo la fina piel del cuello. Mi gesto volvió a tensarse y sentí frío, como si estuviera a la intemperie. No se me ocurría absolutamente nada.

— ¿La verdad? — dijo —. ¿Palabra de Dios?

Tardé en contestar, porque tenía un nudo en la garganta. Aquel era nuestro viejo juramento: después de pronunciarlo, ninguno de nosotros se atrevía ya no a mentir, sino ni siquiera a ocultar nada. Hubo una época en la que nos martirizamos a base de excesiva sinceridad, con el ingenuo convencimiento de que aquello nos salvaría.

— Palabra de Dios — contesté solemnemente —. Harey…

Esperó.

— Tú también has cambiado. Todos cambiamos. Pero no es eso lo que quería decirte. En realidad, el asunto es que… por motivos que ambos desconocemos… no puedes abandonarme. Pero esto, hasta nos viene bien, porque yo tampoco podría…

—¡Kris!

La cogí envuelta en la sábana. La esquina, empapada por las lágrimas, descansó sobre mi hombro. Caminé por la habitación, meciéndola en brazos. Acarició mi cara.

— No. Tú no has cambiado. Soy yo — me susurró al oído —. Algo me ocurre. ¿Quizás sea eso?

Contemplaba el negro y vacío rectángulo de la puerta rota, cuyos restos había llevado el día anterior al almacén. «Tendré que poner una nueva», pensé. La deposité sobre la cama.

— ¿Has dormido algo? — pregunté mientras me inclinaba sobre ella con los brazos estirados.

— No lo sé.

— ¿Cómo que no lo sabes? Piénsalo, cariño.

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