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Me gustaría contarte también cuál es mi punto de vista sobre todo este asunto. Como bien sabes, un tiempo después de que Fechner y Carucci salieran de expedición, en el centro del sol rojo apareció una mancha que, a causa de su radiación corpuscular, desbarató las radiocomunicaciones, principalmente en el hemisferio sur, según los datos del sateloide, es decir, donde se encontraba nuestra Base. Fechner y Carucci fueron, de entre todos los grupos de investigación, los que más se alejaron de la Base. No hemos observado, durante todo el periodo de nuestra estancia en el planeta, una niebla tan espesa y tan duradera, acompañada de un silencio absoluto, hasta el día de la catástrofe.

Creo que lo que vio Berton constituyó una parte de la «operación ser humano» realizada por el monstruo pegajoso. La verdadera fuente de todas las criaturas divisadas por Berton era Fechner; en concreto, su cerebro, en medio de una «disección psíquica» incomprensible para nosotros; fue una recreación experimental, la reconstrucción de algunas huellas de su memoria (seguramente las más duraderas).

Sé que suena a ciencia ficción, sé que puedo estar equivocado. Por eso solicito tu ayuda; me encuentro actualmente en Alarico y aquí aguardaré tu respuesta.

Tuyo,

A.

Apenas pude seguir leyendo, se había hecho de noche, el libro que tenía en la mano se había vuelto gris y, al final, las letras empezaron a desdibujarse, pero la hoja en blanco demostraba que había llegado al final de aquella historia que, a la luz de mis propias vivencias, consideraba harto verosímil. Me giré hacia la ventana. Un intenso color violeta la cubría, sobre el horizonte aún se elevaban unas cuantas nubes, que parecían carbón a punto de extinguirse. El océano, envuelto en la oscuridad, era invisible. Oí el leve aleteo de las tiras de los ventiladores. El aire caliente, con un débil sabor a ozono, estaba muerto. Un silencio sepulcral llenaba toda la Estación. Pensé que no había nada heroico en nuestra decisión de permanecer allí. Hacía mucho que se había cerrado el periodo de las heroicas luchas planetarias, de las expediciones valientes, o de las tremendas tragedias personales (como la de Fechner, la primera víctima del océano). Ya apenas me importaba quiénes podrían ser los respectivos «visitantes» de Snaut o de Sartorius. Dentro de un tiempo, pensé, dejaremos de avergonzarnos y de aislarnos. Si no conseguimos deshacernos de los «visitantes», entonces nos acostumbraremos y conviviremos con ellos, pero si su Creador cambia las reglas del juego, nos adaptaremos también a las nuevas, aunque durante una temporada nos resistiremos, protestaremos e incluso puede que alguno que otro se suicide; pero, al fin y al cabo, aquel futuro estado alcanzará su equilibrio. La oscuridad, cada vez más parecida a la terrestre, llenaba la habitación. Ya solamente iluminaban la penumbra la blanca silueta del lavabo y del espejo. Me levanté y, a tientas, encontré un pedazo de algodón sobre el estante, me lavé la cara con el tampón humedecido y me acosté sobre la cama, boca arriba. En algún lugar, por encima de mí, sonaba el zumbido del ventilador, parecido al aleteo de un lepidóptero nocturno. Ni siquiera podía ver la ventana, el negro lo envolvía todo, una estela de luz que no sé de dónde provenía permanecía suspendida sobre mí, no estoy seguro si en la pared, o a lo lejos, al fondo del desierto que se extendía al otro lado de la ventana. Me acordé de que, la noche anterior, me había espantado la mirada vacía del espacio solarista y por poco no sonreí. No le tenía miedo. No le tenía miedo a nada. Me acerqué la muñeca a los ojos. La esfera del reloj brilló, con su corona de cifras fosforescentes. El sol celeste saldría en una hora. Vacío y liberado de cualquier pensamiento, me deleitaba en la oscuridad, respirando profundamente.

De pronto, al darme media vuelta, noté la silueta plana del magnetófono. Me acordé de Gibarian y de su voz inmortalizada en las bobinas. Ni siquiera se me pasó por la cabeza resucitarlo, escucharlo. Era todo cuanto podía hacer por él. Saqué el magnetófono para guardarlo debajo de la cama. Escuché un rumor y un leve crujido en la puerta.

— ¿Kris…? — se escuchó una voz apagada, casi un susurro —. ¿Estás ahí, Kris? Está todo tan oscuro.

— No pasa nada — dije —. No tengas miedo. Ven.

<p>LA CONFERENCIA</p>
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