—Y viejo de veras. Quisiera saber los años que tienen estas casas.
—Miles de años. Nadie quiere construir casas modernas. ¿Para qué? Los más de nosotros vivimos muy a gusto en las viejas.
—¡Ojalá los médicos no hubieran acabado aún los reconocimientos! — exclamó Roger, pensativo.
—¿Por qué lo dices?
—Porque estaríamos en cuarentena aún, y, como no nos dejarían salir, no podríamos venir a ver lo feo que es esto.
—No sé lo que es peor… si estar en cuarentena o andar por un sitio tan triste como es el Recinto —dijo Alan, poniéndose en pie, estirando los brazos y respirando profundamente—. ¡Pst! ¡Quién pudiera llenarse los pulmones de aire terrestre puro, de ese que hay fuera de aquí! Prefiero la atmósfera de la nave a la que aquí se respira.
—Hay que resignarse. Yo me resigno. ¡Mira! Una cara nueva…
Se volvió Alan y vio a un joven astronauta de su edad que caminaba hacia ellos. Llevaba un uniforme encarnado con adornos de color gris, en vez de los colores anaranjado y azul del uniforme de los tripulantes de la
—Supongo que sois tripulantes de la
—Si. Me llamo Alan Donnell. Este, Roger Bond. ¿Cómo te llamas tú?
—Kevin Quantrell.
Era un chico bajito y recio, de tez morena, con el mentón cuadrado y aire de persona confiada.
—Soy tripulante de la astronave
Alan dio un silbidito.
—¡Aldebarán! Un viaje de ciento nueve años. Debes ser veterano, Quantrell.
—Nací en 3403. Tendría 473 años en la Tierra. En realidad, sólo tengo diecisiete. Antes de ir a Aldebarán estuvimos en Capela. Un viaje de 85 años.
—Has viajado 170 años más que yo —dijo Alan—, y tengo también diecisiete.
Quantrell sonrió burlonamente.
—Suerte que alguien tuvo la buena idea de inventar el reloj calendario, y así sabemos los días que vivimos, que si no…
Quantrell estaba apoyado contra el muro de un destartalado edificio que en otro tiempo había ostentado con orgullo el principal rasgo de la arquitectura de los primeros años del siglo XXVII — el recubrimiento con acero cromado. Sus muros exteriores estaban ya herrumbrosos y habían tomado un color pardo.
—¿Qué os parece nuestro paraíso en miniatura? —preguntó Quantrell en son de mofa—. ¿Verdad que ante él se cubren de vergüenza las ciudades de la Tierra?
Señaló a la otra orilla del río, donde los altos edificios de la cercana ciudad terrestre brillaban a la luz del sol de la mañana.
—¿Has estado alguna vez en esa ciudad? — quiso saber Alan.
—No —respondió Quantrell—. Pero si esto dura mucho…
El joven Quantrell, muy nervioso, abría y cerraba los puños.
—¿Pasa algo?
—En mi nave, la
—Este chico es lo mismo que tu hermano… —empezó a decir Roger. Y arrepentido de sus imprudentes palabras, agregó—: Lo siento.
—Es verdad — dijo Alan.
Quantrell abrió desmesuradamente los ojos y preguntó:
—¿De quién habláis?
.—De mi hermano gemelo, que tenía un desasosiego que no le dejaba vivir. Se marchó…
Quantrell, con un movimiento de cabeza, indicó que entendía la disposición de ánimo que había movido al pobre muchacho a escaparse.
—¡Triste mal es ése! Estaba, como yo, en contra de ciertas cosas. Le envidio. Quisiera tener el valor suficiente para marcharme. A cada día que paso aquí me digo que me iré al día siguiente. Y no lo hago nunca. Me quedo y sigo esperando.
Alan contempló la quieta calle calentada por el sol. Aquí y allí estaban sentados parejas de ancianos, contándose cosas de su juventud, una juventud de mil años atrás. Y pensó el mozo que el Recinto era lugar para viejos.
Pasearon un rato hasta que vieron los rótulos de neón de un teatro.
—Me voy al teatro —dijo Roger—. Me aburro. ¿Venís?
Alan miró a Quantrell, y éste hizo una mueca y dijo que no con la cabeza.
—Yo, no — contestó Alan.
—Yo, tampoco — dijo Quantrell.
Roger se encogió de hombros y replicó:—Pues yo voy a ir. Tengo ganas de ver una función. Hasta luego, Alan.
Después de haberse marchado Roger, Alan y Quantrell siguieron paseando por el Recinto.
Se dijo Alan que más le hubiera valido ir al teatro con Roger. A él también le deprimía el Recinto. En el teatro se distrae uno, no se piensa en las cosas que desagradan.
Pero Quantrell había despertado su curiosidad. No se le ofrecían muchas ocasiones de conversar con un chico de su edad, tripulante de otra nave.
—Como tú sabes, Quantrell, los astronautas llevamos una vida estúpida. No nos damos cuenta de ello hasta que estamos en el Recinto.
—Hace tiempo que lo sé — respondió Quantrell.