El temor de la investigación científica cayó sobre él.
Era una nueva ciencia, encontrar un criminal por su voz impresa.
Hasta ahora habían sido identificados por las impresiones digitales y se llamaba dactiloscopia el estudio de los rastros de los dedos. Se había trabajado así por centurias.
La nueva ciencia podría llamarse estudio de las voces —así la habría llamado Sologdin—: FONOSCOPÍA. Y todo debía ser creado en pocos días.
Petrov, Syagovity, Volodin, Shchevronok, Zavarzin.
LA CAMPANA MUDA
Sentado en la parte de atrás de un ómnibus, junto a la ventanilla, Nerzhin gozaba del movimiento placentero de la marcha. A su lado iba Illarions Pavlovich Gerasimovich, un físico especializado en óptica, hombre de estrechos hombros, no alto, con una enfática cara de intelectual, y anteojos como dibujaban a los espías en los afiches de propaganda.
—Nerzhin cambiaba impresiones con él—: Creó que he experimentado todo y me he acostumbrado a todo y podría sentarme con el traste desnudo sobre la nieve y aun cuando todo el mundo está asustado cuando lo introducen violentamente en vagones de ganado o el guardia de escolta revisa a golpes mi valija o la rompe, nada me llega ni me conmueve ya. Pero hay una sola cosa en mi corazón que no puedo soportar, que vive y no tiene miras de morir: mi amor por mi mujer. Lo que le concierne no puedo resistirlo. Y tener que verla una sola vez por año y no poder besarla, me es insoportable. Realmente es una canallada.
Gerasimovich juntó sus finas cejas. Parecía trágicas aun cuando trazaba diagramas o pesaba cristales.
—Sólo hay probablemente un camino hacia la invulnerabilidad: matar en uno toda ligadura y renunciar a todos los deseos.
Gerasimovich había estado en la
No prosiguieron la conversación sino que cayeron en silencio de inmediato. La jornada de una visita era demasiado importante aun en la vida de un prisionero. Era el tiempo en que se revivía la propia alma que había estado durmiendo en un sepulcro. Se levantan los recuerdos que tienen lugar en los días cotidianos. Se acumulaban pensamientos y sentimientos todo el año para gastarlos en esos breves minutos de la unión con alguien cercano.
El ómnibus se detuvo en la entrada. El sargento de la guardia trepó al vehículo y contó los prisioneros que salían, con sus ojos, dos veces. Antes de eso el jefe de la guardia había ya anotado siete cabezas. Luego el sargento revisó bajo el ómnibus que nadie estuviese escondido allí —aun un demonio sin cuerpo que no podría haber estado colgando de los ejes o el diferencial ni un minuto— y luego retornó a la caseta de la guardia. Sólo entonces se abrió el primer, portón y luego el segundo. El ómnibus rodó a través de la línea mágica, sus ruedas cantaron alegremente y sus cubiertas chirriaron a lo largo del camino helado de grava.
Era el secreto profundo del instituto que los zeks de Mavrino debían mantener en esas salidas esporádicas. Porque los visitantes no debían teóricamente saber dónde habitaban sus muertos-vivos, si eran traídos de cientos de kilómetros o desde el Kremlin, de un aeropuerto o de otro mundo. Sólo veían gente bien alimentada y bien vestida con sus blancas manos, gente que había perdido sus anteriores ganas de charlar y sonreían tristemente y les aseguraban que tenían de todo y no necesitaban nada.