Pero para nosotros, para todos los que nos sentábamos en las mismas sil as cubiertas de vinilo en las que nos sentábamos Susan y yo, los que habían luchado por absorberlo todo, por comprenderlo, era aterrador. El corazón me latía desbocado, tenía un dolor de cabeza brutal; la especialista me ofrecía continuamente agua tibia que era imposible que me calmase la sed; mis manos —manos que habían separado con cuidado huesos embrionarios de dinosaurios sacados de huevos rotos; manos que habían retirado la cubierta de piedra caliza a plumas fosilizadas; manos que habían sido mi medio de vida, las herramientas de mi trabajo— se agitaban como hojas bajo la brisa.
El cáncer de pulmón, dijo la oncóloga con voz plana, como si discutiese las características del más reciente vehículo deportivo o de un vídeo, es una de las formas más mortales de cáncer porque normalmente no se le detecta a tiempo y, para cuando se hace, generalmente se ha extendido a los nodos linfáticos de torso y cuel o, y a la membrana pleural que cubre pulmones y pecho, y al hígado, glándulas adrenales y a los huesos.
Yo quería tratarlo como algo abstracto, teórico. No más que unos comentarios generales, mero contexto.
Pero no. No. Ella seguía hablando; lo dejaba claro. Todo lo que decía era importante, para mi futuro.
Sí, el cáncer de pulmón habitualmente se extendía mucho.
Y el mío lo había hecho.
Planteé la pregunta que me moría por hacer, la pregunta cuya repuesta temía oír, la pregunta sumamente importante, que lo definía todo —todo— en mi universo a partir de ese momento. ¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo?
Kohl, al final convertida en un ser humano y no en un robot, no pudo mirarme a los ojos durante un momento. El tiempo medio de supervivencia después del diagnóstico, me dijo, es de nueve meses sin tratamiento. La quimioterapia puede que me ganase algo de tiempo, pero el tipo de cáncer de pulmón que padecía se l amaba adenocarcinoma —una palabra nueva, un puñado de sílabas que l egaría a conocer como si fuesen mi propio nombre, sílabas que de hecho definían mejor lo que yo era y en lo que me convertiría de lo que jamás lo habían hecho «Thomas David Jericho»—. Incluso con tratamiento, sólo uno de cada ocho pacientes con adenocarcinoma vivía cinco años después del diagnóstico, y la mayoría se iba —ése es el verbo que empleó: «irse», como si se hubiesen salido a la tienda de la esquina a por algo de pan, como si hubiésemos decidido que ya valía por esta noche, que era mejor acostarse que mañana había que levantarse temprano— mucho antes de que pasasen los cinco años.
Fue como una explosión que afectase a todo lo que Susan y yo sabíamos.
El reloj se puso en marcha ese día de otoño.
La cuenta atrás había arrancado.
Sólo me quedaba más o menos un año de vida.
11
Hollus y yo bajábamos a la Rotonda Inferior cada tarde, después de que el museo cerrase al público. Como pago por lo que yo le había permitido ver, seguía ofreciendo recreaciones de diversos periodos del pasado geológico de Beta Hydri III, y yo las grababa en vídeo.
Quizá fuese porque mi vida se acababa, pero después de un tiempo, deseé ver algo más. Hollus había mencionado los seis mundos aparentemente abandonados por sus habitantes. Yo quería verlos, ver los artefactos más recientes de esos mundos extraterrestres —lo último que sus habitantes hubiesen construido antes de desaparecer.
Lo que me mostró era asombroso.
El primero fue Epsilon Indi Prima. En su continente sur hay una inmensa plaza rodeada de muros. Los muros están edificados con gigantescos bloques de granito tallado cada uno de más de ocho metros de lado. El área rodeada, casi 500 metros de ancho, está l ena de escombros: trozos gargantuescos de cemento fragmentado. Incluso si se pudiesen escalar los muros, el vasto campo de escombros sería una imponente visión de desolación. Un animal o un vehículo sólo podría atravesarlo con grandes dificultades, y nada podría crecer allí.
Luego está Tau Ceti II. En medio de un paisaje desolado, los hace tiempo desaparecidos habitantes construyeron un disco de piedra negra fundida de más de 2.000 metros de diámetro y, a juzgar por el borde, más de 5 metros de espesor. La superficie negra absorbe calor de su sol, volviéndola increíblemente caliente; la piel saltaría en ampol as si alguien intentase recorrerlo, y la suela de los zapatos se fundiría.