Читаем El cálculo de Dios полностью

El cielo era tan cerúleo como el de la Tierra, y las nubes eran cumulonimbos; la física de una atmósfera de oxígeno cargada de vapor de agua aparentemente era universal. El paisaje consistía en suaves colinas ondulantes, y había un enorme estanque, rodeado de arena, situado más o menos donde se encontraba realmente la base del tótem Nisga'a. El sol tenía el mismo tono amarillo apagado que el nuestro, y tenía más o menos el mismo tamaño aparente. Había buscado Beta Hydri en un texto de referencia: era 1,6 veces mayor que el Sol, y 2,7 veces más brillante, así que el mundo natal de los forhilnores debía de orbitar a una distancia mayor que la órbita de la Tierra alrededor de nuestro sol.

Todas las plantas eran verdes —la clorofila, otro compuesto que según Hollus mostraba rastros de diseño inteligente, era el mejor compuesto químico para esa tarea sin que importase en qué mundos te encontrases—. Las cosas que servían como hojas eran perfectamente circulares y se apoyaban desde abajo por medio de un tal o central.

Y, en lugar de tener corteza sobre lo que fuese el equivalente a madera, los troncos estaban cubiertos por un material translúcido, similar al cristal que cubría los ojos de Hollus.

Hollus todavía era visible, de pie junto a mí. Pocos de los animales que podía ver tenían el mismo modelo corporal que él, aunque en aquellos que sí lo tenían, los ocho miembros no se diferenciaban: todos se usaban para la locomoción; ninguno para la manipulación. Pero la mayor parte de las formas de vida parecían tener cinco miembros, no ocho —presumiblemente eran los pentápodos ectotérmicos a los que Hollus se había referido—. Algunos de los pentápodos tenían patas enormemente largas, elevando los torsos a gran altura. Otros tenían miembros tan cortos que los torsos se arrastraban por el suelo. Vi, asombrado, cómo un pentápodo empleaba sus cinco patas para dejar inconsciente a un octópodo a patadas, luego hacía descender su torso, que aparentemente tenía una boca por debajo, sobre el cuerpo.

No volaba nada en el cielo azul, aunque vi pentápodos que llamé «parasoles» con membranas extendidas entre cada uno de sus cinco miembros. Se lanzaban como en paracaídas desde los árboles, capaces aparentemente de controlar el descenso acercando o separando los miembros; parecía que su propósito era aterrizar sobre las partes traseras de pentápodos u octópodos, matándolos con dientes ventrales venenosos.

Ninguno de los animales que vi tenía pedúnculos oculares como Hollus; me pregunté si habrían evolucionado posteriormente para permitir específicamente que un animal pudiese ver si un parasol aguardaba para arrojársele encima. Después de todo, la evolución era una carrera de armamentos.

—Es increíble —dije—. Un ecosistema totalmente extraterrestre.

Supongo que Hollus se divertía.

—Así es cómo me sentí yo cuando l egué aquí. Aunque había visto otros ecosistemas, no hay nada más asombroso que encontrarse con un conjunto nuevo de formas de vida, y ver cómo interaccionan. —Hizo una pausa—. Como he dicho, éste es mi mundo tal y como habría sido hace setenta millones de años. Cuando se produzca la próxima extinción, los pentápodos serán eliminados.

Observé cómo un pentápodo de tamaño medio atacaba a un octópodo ligeramente más pequeño. La sangre era tan roja como la sangre terrestre, y los gritos de la criatura moribunda, aunque tenían dos tonos, surgiendo alternativamente de bocas separadas, sonaban igualmente aterrados.

Parecía que no querer morir era otra constante universal.

<p>7</p>

Recuerdo llegar a casa el pasado octubre después de recibir el diagnóstico inicial del doctor Noguchi. Metí el coche en la entrada. Susan ya estaba en casa; en aquellos raros días en que llevaba el coche al trabajo, el primero que llegaba a casa encendía la luz del porche para que el otro supiese que ya había un coche en el garaje. Yo, por supuesto, lo había cogido para poder ir a la consulta de Noguchi, en Finch y Bayview, para mi cita.

Salí del coche. Las hojas muertas atravesaban la entrada y cubrían el césped. Fui hasta la puerta principal para entrar. Podía oír cómo del estéreo salía This Kiss de Faith Hill. Había llegado más tarde de lo habitual, y Susan estaba ocupada en la cocina —podía oír cómo las cacerolas entrechocaban—. Atravesé la entrada de parquet y subí el medio tramo de escalones hasta el salón; normalmente me detenía en el estudio para mirar el correo —si Susan l egaba primero a casa, ponía el correo sobre la librería baja justo al lado de la puerta del estudio—, pero ese día tenía demasiadas cosas en la cabeza.

Susan salió de la cocina y me dio un beso.

Pero me conocía bien —después de tantos años, ¿cómo podría no conocerme?

—¿Qué pasa?—dijo.

—¿Dónde está Ricky? —pregunté. A él también tendría que decírselo, pero sería más fácil decírselo primero a Susan.

—En casa de los Nguyen. —Los Nguyen vivían dos puertas más abajo; su hijo Bobby tenía la misma edad que Ricky—. ¿Qué pasa?

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