Читаем El Atentado полностью

¿Por qué Belén?… ¿Qué me va a traer esta carta de ultratumba? Me tiemblan los dedos, y la nuez enloquece en mi reseca garganta. Al principio, pienso dejarla para más adelante. No me siento en condiciones de poner la otra mejilla, de asumir los atropellos de la desgracia que me lleva pisando los talones desde el atentado. El tornado que ha ahuyentado a mi suerte me ha dejado severamente tocado. No podría superar otra cabronada más… Pero me siento a la vez incapaz de esperar un segundo más. Mis fibras están tensadas y a punto de romperse, mis nervios a punto de estallar. Respiro hondo y desgarro el sobre, sintiéndome más en peligro que si acabase de abrirme las venas. Por la espalda me corre un sudor urticante. Mi corazón late cada vez con mayor fuerza y retumba en mis sienes, llenando el dormitorio de ecos vertiginosos.

La carta es breve y no lleva fecha ni encabezamiento, apenas unas líneas redactadas a la carrera en una hoja de cuaderno escolar. Leo:

Amín, amor mío, ¿de qué sirve la felicidad cuando no es compartida? Mis alegrías se difuminaban si no iban acompañadas de las tuyas. Tú querías hijos y yo quería merecerlos. Ningún hijo está del todo a salvo si carece de patria… No me guardes rencor.

Sihem.

La hoja se me cae de las manos. Súbitamente, todo se derrumba. En absoluto reconozco a la mujer con la que me casé para bien y para siempre, que meció los mejores años de mi vida, adornó mis proyectos con guirnaldas relucientes y colmó mi alma con dulces presencias. No reconozco nada de ella, ni en mí ni en mis recuerdos. El marco que la retiene cautiva de un instante caduco, irremediablemente rescindido, me da la espalda, incapaz de asumir esa imagen de lo que para mí fue lo más bonito que me ocurrió en la vida. Me siento catapultado desde un acantilado, aspirado por un abismo. Niego con la cabeza y las manos, con todo mi ser… Voy a despertarme… Estoy despierto. No estoy soñando. La carta yace a mis pies, muy real, cuestionando mis convicciones y pulverizando una tras otra mis más tenaces certidumbres… No es justo… La película de mis tres días de cautiverio descarrila en mi mente. La voz del capitán Moshe me acosa, levantando con sus gritos cavernosos unas imágenes turbulentas e inextricables. Por momentos, unos fogonazos iluminan algunas de ellas. Vislumbro a Naveed esperándome al pie de la escalinata, a Kim recogiéndome en mi jardín con cucharilla, a mis agresores a punto de lincharme en ese mismo jardín… Me agarro la cabeza con ambas manos y me abandono al inmenso cansancio que me está venciendo.

¿Qué me estás contando, Sihem, amor mío?

Creemos que sabemos, y entonces bajamos la guardia y hacemos como si todo fuera sobre ruedas. Con el tiempo, acabamos dejando de prestar la debida atención a las cosas. Nos confiamos. ¿Qué más se puede pedir? La vida nos sonríe, la suerte también. Se ama y se es amado. Nuestros sueños marcan la pauta de la realidad. Todo nos sale a pedir de boca… Luego, sin previo aviso, el cielo se nos viene encima. Y, cuando ya está todo patas arriba, nos damos cuenta de que la vida, toda la vida -con sus altibajos, sus penas y sus alegrías, sus promesas y sus desengaños-, pende de un hilo tan inconsistente e imperceptible como el de una telaraña. De repente, el menor ruido nos espanta, y ya no conseguimos creer en nada. Lo único que deseamos es cerrar los ojos y no volver a pensar.

– ¡Otra vez has olvidado cerrar tu puerta! -me reprende Kim.

Está en la entrada de mi dormitorio, con los brazos cruzados. No la he oído llegar.

– ¿Por qué te fuiste antes? Naveed y Ezra habían venido por ti. ¿Acaso ya no soportas ver a tus amigos?

Se le borra su sonrisa azorada.

– ¡Vaya por Dios, menuda cara tienes!

No debo de tener muy buen aspecto porque se abalanza sobre mí y me agarra por las muñecas para verificar si están ilesas:

– ¿No te las habrás cortado, verdad? ¡Joder, no te queda una gota de sangre en la cara! ¿Has visto un fantasma o qué? ¿Qué pasa ahora? ¡Di algo, cojones! ¿Te has metido alguna mierda? Mírame a los ojos y dime si has tomado alguna porquería. ¡Es increíble lo que te estás haciendo, Amín! -grita a la vez que busca a su alrededor alguna cápsula de veneno o algún tarro de somníferos-. No se te puede dejar solo un minuto…

La veo arrodillarse, echar una ojeada bajo la cama, pasar la mano aquí y allá…

No reconozco mi voz al confesarle:

– ¡Ha sido ella, Kim… Dios mío! ¿Cómo habrá podido?

Kim se queda paralizada y luego levanta medio cuerpo. No entiende.

– ¿De qué estás hablando?

Ve la carta a mis pies, la recoge y la lee. Se le va frunciendo el ceño a medida que lee.

– ¡Dios todopoderoso! -suspira.

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