Cenamos en la cocina, ella picoteando y yo ni siquiera eso. Tengo la foto del periódico pegada a los párpados. Cien veces he querido preguntarle qué opina de esa historia delirante que los periodistas se están inventando, cien veces he querido cogerle la barbilla con ambas manos, mirarla directamente a los ojos y
Recoge la mesa en silencio y me propone un café. Le pido un cigarrillo. Frunce el ceño. Hace años que dejé de fumar.
– ¿Estás seguro de que es eso lo que quieres?
No le contesto.
Me tiende el paquete y luego un mechero. Las primeras caladas hacen chispear mi cerebro. Las siguientes me marean.
– ¿Puedes bajar la luz, por favor?
Apaga la del techo y enciende una lámpara de pie. La relativa penumbra del salón atenúa mi angustia. Dos horas después seguimos en la misma postura, frente a frente, con la mirada perdida en nuestros pensamientos.
– Hay que acostarse -decreta-. Mañana tengo mucho que hacer y me caigo de sueño.
Me instala en otra habitación.
– ¿Estás bien así, necesitas otra almohada?
– Buenas noches, Kim.
Se da una ducha antes de apagar la luz.
Más adelante se acerca a ver si estoy dormido. Yo disimulo.
Ha pasado una semana, durante la cual no he vuelto a poner los pies en mi casa. Kim me tiene alojado en la suya y se cuida mucho de no herir mi susceptibilidad… con más celo que un artificiero manipulando una bomba.
Mis heridas han cicatrizado y la inflamación de mis contusiones ha desaparecido. La rodilla ya no me obliga a cojear, aunque sigo con la muñeca vendada.
Cuando Kim está ausente, me encierro en una habitación y no me muevo de ella. ¿Adónde voy a ir? En la calle no se me ha perdido nada, hoy mucho menos que ayer. De poco sirve intentar reconciliarse con las cosas familiares cuando no hay ánimo para nada. Me siento protegido en la habitación con las cortinas corridas. Allí no corro peligro. No es que esté a gusto, pero al menos no se me importuna. Tengo que recuperarme, no puedo seguir en el pozo. Cuando no se sabe reaccionar y salir del atolladero, se acaba perdiendo el control y se convierte uno en espectador de su propia deriva, sin caer en la cuenta de que el abismo lo está sepultando… Kim me propone una noche ir a la playa, a visitar a su abuelo. Le contesto que no estoy en condiciones de reanudar lo que ya nunca será como antes. Necesito tener perspectiva, comprender lo que me está ocurriendo. Sin embargo, durante el día, me enclaustro en la habitación sin pensar en nada. Cuando no es así, me instalo cerca de la ventana del salón y miro sin ver los coches bullendo por la avenida. Sólo una vez se me ha ocurrido la idea de ponerme al volante de mi coche y conducir al azar hasta que reviente el radiador, pero no he tenido el valor de ir al hospital a recuperar mi coche.
Cuando he vuelto a poder andar sin apoyarme en las paredes, he ido a ver a Naveed Ronnen. Quería ofrecer una sepultura decente a mi mujer. No soportaba la idea de que estuviera en ese cajón frigorífico del depósito de cadáveres, con una etiqueta colgada del dedo gordo del pie. Para ahorrarme un mal rato, Naveed me ha cumplimentado una serie de formularios. Sólo he necesitado firmar.
He pagado la multa y recuperado el cuerpo de mi mujer sin decir nada a nadie. La he enterrado en la más estricta intimidad, en Tel Aviv, la ciudad donde nos encontramos por vez primera y decidimos vivir hasta que la muerte nos separase. En el cementerio sólo estábamos el sepulturero, el imán y yo.
Una vez cubierta la zanja donde reposará por siempre lo mejor de mi vida, me siento algo mejor. Es como si acabase de cumplir con una tarea inconcebible. Escucho hasta el final al imán recitando unos versículos, le entrego unos billetes que coge con mano huidiza y regreso a la ciudad.
Camino a lo largo de la explanada que da al mar. Unos turistas se fotografían saludándose. Algunas jóvenes parejas se galantean a la sombra de los árboles; otras se pasean cogidas de la mano por el muelle. Me meto en un bar y pido un café, me siento tras la vitrina y me pongo a fumar sin parar.
El sol empieza a decaer. Detengo un taxi y le pido que me lleve a Sederot Yerushalayim.
Hay gente en casa de Kim. No me oyen cuando entro. No puedo ver el salón desde el vestíbulo. Reconozco la voz de Ezra Benhaím, la de Naveed, mucho más fuerte, y la más clara de Benjamin, el hermano de Kim.
– No veo la relación -dice Ezra tras un carraspeo.