Me he pasado la noche intentando comprender cómo pudo Sihem llegar tan lejos, cuándo empezó a írseme de las manos. ¿Cómo no me di cuenta?… Seguro que intentó hacerme una señal, decirme algo que no supe pillar al vuelo. ¿Dónde tenía la cabeza? Es cierto que su mirada había perdido últimamente buena parte de su esplendor y que sus risas se habían espaciado, pero ¿acaso era ése
El viejo Yehuda es el primero en levantarse. Lo oigo preparar el café. Aparto mi manta, me pongo pantalón y zapatos y paso por encima de Kim, ovillada al pie de mi cama con la sábana enredada en sus pantorrillas.
Fuera, la noche hace sus maletas.
Bajo a la primera planta y saludo a Yehuda, apoyado en la mesa de la cocina ante un tazón humeante.
– Buenos días, Amín… Hay café en el hornillo.
– Luego -le contesto-. Primero quiero ver amanecer.
– Excelente idea.
Bajo a la carrera por el sendero que lleva a la playa, me siento sobre una roca y me concentro en la brecha infinitesimal que está desgarrando las tinieblas. La brisa se cuela por mi camisa y me despeina. Me agarro las rodillas con los brazos y reclino con cuidado mi barbilla sobre ellas sin dejar de mirar el rayado opalescente que va alzando lentamente los faldones del horizonte.
– Deja que el rumor de las olas absorba el que resuena en tu interior -me sorprende el viejo Yehuda dejándose caer a mi lado-. Es la mejor manera de vaciarse uno mismo…
Escucha cómo una ola se arremolina en el hueco de la roca y me dice, limpiándose la nariz con el puño:
– Hay que mirar siempre el mar. Es un espejo que no sabe mentir. Así también aprendí a dejar de mirar atrás. Antes, cuando echaba una ojeada por encima del hombro, comprobaba que mis fantasmas y mis penas seguían intactos. No permitían que volviera a tomarle gusto a la vida, ¿entiendes? Echaban a perder mis posibilidades de renacer de mis propias cenizas…
Desentierra un guijarro y lo sopesa distraídamente.
Se le quiebra la voz al añadir:
– Por eso he elegido vivir mis últimos días y morir en mi casa frente al mar… Quien mira el mar da la espalda a las desgracias del mundo. En cierto modo, acaba conformándose.
Lanza el guijarro al agua describiendo un arco con el brazo.
– Me he pasado la mayor parte de mi vida persiguiendo los sufrimientos pasados -me cuenta-. Para mí, nada podía superar una oración o una conmemoración. Estaba convencido de que me había librado del Holocausto sólo para mantener vivo su recuerdo. Sólo me importaban las estelas funerarias. Apenas me enteraba de que inauguraban una en alguna parte, me metía en un avión para estar en primera fila. Grababa todas las conferencias sobre el genocidio judío y me recorría el mundo de punta a punta para contar lo que nuestro pueblo había padecido en los campos de exterminio, abocado a la cámara de gas y al horno crematorio… Sin embargo, no he visto gran cosa del Holocausto. Tenía cuatro años. A veces me pregunto si mis recuerdos no serán fruto de traumas posteriores a la guerra, adquiridos en las salas oscuras donde se proyectaban documentales sobre las atrocidades nazis.
Tras un prolongado silencio durante el cual debe luchar para contener el flujo de sus emociones, prosigue:
– Nací para ser feliz. Parecía que la providencia me había puesto del lado de la suerte. Tenía una buena salud física y mental. Era de familia acomodada. Mi padre, médico, ejercía en la consulta más prestigiosa de Berlín. Mi madre daba clases de historia del arte en la universidad. Vivíamos en una casa señorial en un barrio de ricos, con un jardín tan grande como un prado. Teníamos criados que no paraban de mimarme, a mí, que era el menor de seis hermanos.