»Resultaba evidente que no todo era color de rosas en la ciudad. La segregación racial iba creciendo de día en día. La gente nos soltaba impertinencias cuando nos cruzábamos con ellos en la calle. Pero en casa nos hallábamos en el mismo centro de la felicidad…
»Luego, una mañana, debimos renunciar a nuestro remanso de paz y seguir a interminables cohortes de familias desorientadas, expulsadas de sus casas y entregadas a los demonios de la
– La estrella amarilla se impuso en septiembre de 1941.
– Ya lo sé. Sin embargo, está ahí, injertada en todos mis recuerdos, infestando hasta el último recoveco de mi memoria. Me pregunto si no nací con ella… No levantaba un palmo del suelo y sin embargo me parece que veía por encima de las cabezas de los adultos, pero sin entrever horizonte alguno. Fue una mañana absolutamente única. Inmersos en la grisura, la bruma borraba nuestras huellas de los caminos sin retorno. Recuerdo uno por uno el estremecimiento de los rostros apagados, los embotamientos producidos por la tragedia, hojas muertas que apestaban a cadáver de animal. Cuando un condenado exhausto caía al suelo por un culatazo, miraba a mi padre para intentar comprender; éste me revolvía el pelo y me susurraba: «No es nada, todo se arreglará…». Te juro que sigo notando, en este mismo instante en que te estoy hablando, sus dedos sobre mi cráneo, y se me pone la carne de gallina…
–
El anciano levanta los brazos como un chaval pillado con los dedos metidos en la mermelada.
– Perdonadme, es algo que me supera. Por mucho que prometo no volver a hurgar en la herida, es exactamente lo que hago cada vez que pretendo decir algo.
– Es porque no miras bastante el mar, querido
El viejo Yehuda medita las palabras de su nieta como si fuera la primera vez que las oyera. Una lejana grisura repleta de trágicas evocaciones le vela la mirada. Por un momento, parece enajenado y le cuesta reponerse. Luego, las manos de su nieta sobre su nuca lo devuelven a la realidad.
– Tienes razón, Kim, hablo demasiado…
Añade con voz trémula:
– Jamás entenderé por qué los supervivientes de una tragedia pretenden que los demás crean que son más dignos de compasión que los que perdieron la vida.
Su mirada recorre la arena de la playa, se hunde bajo las olas y luego se pierde mar adentro mientras su mano diáfana va buscando lentamente la de su nieta.
Los tres contemplamos en un silencio absoluto el horizonte abrasado por la aurora, seguros de que tampoco el día que amanece, como los anteriores, sabrá aportar suficiente luz al corazón de los hombres.
VII
Finalmente, ha sido Kim quien ha recogido mi coche del aparcamiento del hospital. Según las últimas noticias, allí soy
La actitud de Ilan Ros no me sorprende demasiado. Perdió hace unos diez años a su hermano menor, sargento en un puesto fronterizo, en una emboscada en el sur de Líbano. Jamás lo ha superado. Aunque nos vemos de cuando en cuando, no se permite olvidar de dónde procedo y lo que soy. Para él, a pesar de mi competencia como cirujano y mi capacidad para relacionarme tanto a nivel profesional como privado, sigo siendo el árabe, o sea, el moro de turno y, en menor grado, el enemigo potencial. Al principio sospeché que flirteaba con algún movimiento segregacionista. Estaba equivocado. Sólo envidiaba mi éxito. Yo no se lo tenía en cuenta, pero no por ello se sosegó. Cuando las alabanzas de que eran objeto mis trabajos lo sacaban de quicio, atribuía sin más mi éxito a esa demagogia a favor de la integración de la que yo no era sino el más cumplido ejemplo. El atentado suicida de Haqirya le vino de perlas para legitimar las arremetidas de sus viejos demonios.
– Ahora resulta que hablas solo -me sorprende Kim.
Me admira su espléndida apariencia. Parece un hada surgiendo de una fuente de juventud, con su melena negra cayéndole sobre los hombros y sus ojazos pintados con lápiz negro. Lleva un impecable pantalón blanco y una camisa tan ligera que se amolda a la perfección a la voluptuosa ondulación de sus pechos. Tiene la cara descansada y la sonrisa radiante. Por fin me fijo en ella tras tantas noches y días compartidos en un estado semicomatoso. Hasta ayer no era sino una sombra que gravitaba alrededor de mis interrogantes. Me siento incapaz de recordar cómo iba vestida, si estaba maquillada, si llevaba el pelo suelto o recogido en un moño.
– Nunca se está completamente solo, Kim.