En el sueño, las criaturas que lo torturan a uno no son humanos. Uno se despierta de la pesadilla y descubre que alguien lo está consolando. Alguien lo tranquiliza. ¿Cuál era la frase que había usado el general? Construir un sendero de palabras que te devuelvan a la realidad.
Esa persona es inhumana y es tu torturador.
El abismo, pensó Anna.
Vació su copa de vino y luego la que él había dejado casi intacta. Después fue a buscar su dormitorio.
Un suelo liso de madera nacarada, paredes desnudas de un material similar al yeso, una cama que no era más que una plataforma rectangular con un colchón delgado encima. La almohada era lo único de aspecto totalmente corriente, aunque no la encontró adecuada. Demasiado blanda. El cielo se abría a las estrellas.
Dios mío, pensó al mirar hacia arriba. Había resplandecientes soles únicos, y distantes racimos de estrellas, nubes de gas brillante de todos los colores posibles.
Debía de ser un holograma. La estación giraba, y aquello permanecía inmóvil. En cualquier caso, no habían visto nada parecido al acercarse.
Si era un holograma, era —de lejos— el mejor que había visto jamás.
Se desvistió. Al pie de la cama había una manta cuidadosamente doblada. La extendió y se acostó encima, con la mirada fija en el espléndido panorama, hasta que le resultó imposible enfocar la vista. Las estrellas se desdibujaron. Anna se tapó con la manta y se quedó dormida.
II
El general se encontraba en su despacho, el último de una serie que se extendía (en mi memoria) a lo largo de veinte años, y no sé cuánto espacio. Son todos más o menos iguales. Éste tenía un nuevo holograma.
Reemplazaba la pared opuesta a su mesa de trabajo. No había ventanas: nada que enmarcar. La moqueta se terminaba. Más allá, unas olas verdosas rompían contra una playa de arena gris verdosa. El cielo estaba encapotado y tenía casi el mismo color que el agua. En la distancia, se alzaban los acantilados y planeaban unas criaturas voladoras. No parecían conocidas.
—¿Dónde está eso?
—En una de las colonias… —El general hizo una pausa y se corrigió—. En uno de los mundos que estamos intentando colonizar.
Le hablé de los micrófonos ocultos.
—Escuchan a las mujeres. Eso es despreciable.
—Te dije que lo harían.
Se estiró hasta el intercomunicador.
—Mis tías deberían saberlo.
—Se lo he comentado a Ettin Per.
—Ah —exclamó—. ¿Qué ha dicho?
—Está enfadada. Le he asegurado que los dispositivos habrán desaparecido mañana, al final del primer
Fijó la vista en el holograma.
—No tendríamos que haber pedido a los humanos que enviaran a Pérez Anna. Estamos introduciendo la conducta humana, la falta de respeto y el deshonor en lugares que deberían permanecer a salvo.
—Díselo a tus tías. Fueron ellas quienes decidieron que el Tejido necesitaba averiguar cosas sobre las mujeres humanas.
Apartó la vista. Estaba mirando algo del holograma. Me volví. Una de las criaturas voladoras había bajado a la playa. Tenía garras en las alas, y se arrastró como un murciélago sobre la arena: una criatura enorme de piel escamosa, de color gris moteado, verde y marrón. Su pico poseía varios dientes estrechos y puntiagudos.
—Anna comprende. La conocemos. Sabemos que no es totalmente hostil al Pueblo; y es directa, Primer Defensor. No es probable que enfurezca a las mujeres de Ettin. Si no lo conociera bien, diría que esa cosa es un pterodáctilo.
—¿Qué?
—Un animal de la Tierra. Si no recuerdo mal, se extinguieron hace sesenta y cinco millones de años. Nadie fue capaz de descubrir jamás cómo levantaban el vuelo y aterrizaban.
—Así, quizá —comentó el general mientras el animal daba un salto, batía las alas y se elevaba.
Del diario de Sanders Nicholas, etc.
III
La despertó el olor del beicon.
Arriba las estrellas habían desaparecido y vio un techo liso y blanco.
El cuarto de baño estaba junto a su dormitorio. Anna recogió la ropa, entró, se lavó y se puso otro traje pantalón, éste de color gris (el preferido de los
Al mirarse al espejo se vio menos cansada y enfadada, tal vez incluso feliz. Sonrió a su propia imagen. Recuerda, Anna, le decía siempre su madre, una sonrisa hace parecer más hermoso a cualquiera, y si sonríes serás más feliz.
El desayuno estaba servido en una de las mesas del salón principal: un tazón lleno de café, un cuchillo y un tenedor, un plato que contenía una rodaja de pan (tostado) y tres lonchas de beicon perfectamente crujientes. En el plato también había algo cuadrado y gelatinoso, de color verde claro.
Nicholas estaba apoyado contra la pared con una taza de café en la mano.
—Qué demonios… —Pinchó la cosa verde con el tenedor.
—Casi todo proteínas. Muy nutritivo. El sabor no te molestará. No sabe a nada.
Ella tomó un bocado. Él tenía razón con respecto al sabor.
—Si quieres hidratos de carbono, tengo algo amarillo y…