Читаем Círculo de espadas полностью

Qué raro, pensó mientras se acomodaba. El Pueblo parecía ir y venir entre un tipo de diseño funcional realmente triste y la clase de muebles que había visto en los aposentos de las mujeres: ricos, ornamentados, de bella factura. ¿Se trataba sólo de una diferencia entre lo masculino y lo femenino? ¿Los hombres estaban condenados al gris acorazado, mientras que las mujeres vivían entre alfombras, tapices y maderas de brillo nacarado?

La gente empezó a entrar en la habitación grande, el holograma: primero los humanos, que entraron por una puerta que ella no podía ver y ocuparon una fila de sillas. Cuando estuvieron todos instalados, esperaron. Todo aquello había sido hablado y acordado: cómo entrarían y dónde se sentarían.

Los hwarhath entraron por el otro lado. Se habían puesto el uniforme de guerrero espacial. Las botas, altas, negras y brillantes, tenían un aspecto realmente poderoso, arrogante, militar. Eran mucho más impresionantes que las sandalias.

El primer hombre que apareció ante su vista era notablemente más bajo que quienes le seguían. Giró en un extremo de la segunda fila de asientos y caminó hasta la silla central; luego se detuvo y se quedó de pie frente a los humanos: un individuo achaparrado, de pecho ancho. Iba muy erguido, como los demás; Anna nunca había visto a un hwarhath encorvado. Y tenía la habitual facilidad de movimientos y el porte de los alienígenas, y algo más. ¿Qué era?, se preguntó Anna. ¿Confianza? ¿Definición? ¿Era ésa la palabra adecuada? La cualidad de ser definido. Los otros hwarhath se acomodaron a ambos lados de él. Anna reconoció a Hai Atala Vaihar, que se colocó exactamente a la izquierda del hombre bajo y un poco por detrás. Los hwarhath se situaron muy cerca de la fila de sillas, asegurándose de que el hombre achaparrado quedara delante, solo.

El hombre miró brevemente de lado para cerciorarse de que sus hombres estaban en posición, luego echó un vistazo al embajador humano y asintió. Todos se sentaron, alienígenas y humanos, y comenzaron las presentaciones.

El hombre bajo era el Defensor-de-la-Hoguera-con-el-Honor-en-Primer-Término, Ettin Gwarha. El general de Nick inclinaba la cabeza ligeramente hacia donde se encontraba Hai Atala Vaihar, el encargado de la traducción, pero por lo demás se mantenía erguido, mirando a los humanos con serenidad, o tal vez indiferencia. Cuando por fin habló, en el lenguaje alienígena, ella reconoció su voz: profunda y suave, un tanto áspera. No dio muestras de comprender el inglés, aunque a esas alturas todos sabían que lo comprendía.

Tras las presentaciones llegaron los discursos.

Tal vez ella no era la persona adecuada para aquel trabajo. No tenía mucho aguante para aquello. Al menos no estaba en la sala de reuniones. Podía moverse y pensar en algo más interesante. En los micrófonos ocultos en su equipaje, en la decoración de interiores de los alienígenas, en el promedio de hijos que daban a luz los hwarhath. Resultaba curioso que hubiera sido capaz de observar las criaturas de la bahía durante horas sin aburrirse ni impacientarse. Tal vez porque, por lo que sabía, no decían falsedades. Estaban realmente atrapadas entre el temor y el deseo de aparearse. Realmente querían tranquilizarse unas a otras.

¡Dios, echaba de menos aquel sitio! No había vuelto desde que el servicio de información militar la había obligado a marcharse del planeta. Cerró los ojos durante un instante y se imaginó otra vez con el pobre y viejo Mark, que aún yacía —por lo que ella sabía— en el fondo de alguna trinchera submarina; el cielo azul por encima de su cabeza; las colinas doradas a su alrededor; el agua límpida de la bahía llena de seudosifonóforos y la luz exacta para que los cuerpos transparentes resultaran visibles.

La reunión duró cuatro horas. Finalmente se levantaron todos y salieron en fila de la forma convenida. El holograma se desvaneció. La puerta de su habitación se abrió. Allí estaba Eh Matsehar, de pie.

—¿Por qué no estaba allí? —preguntó Anna, señalando la pared que había quedado en blanco.

—Lo mío no son las negociaciones. Estoy aquí para observar y tratar de comprender. Si me acompaña, Pérez Anna, la llevaré al lugar donde sus compañeros van a comer y hablar al mismo tiempo. Nicky me dice que ésa es una práctica común, casi universal entre los humanos; y he leído acerca de ello en sus obras. Por ejemplo, la escena del banquete de Macbetb.

Bajaron juntos por el pasillo hasta otra habitación. Aquella estación era como un laberinto o una galería de espejos.

Se abrió otra puerta. Eh Matsehar anunció:

—Volveré a buscarla dentro de medio ikun. Dentro de algo más de dos horas según su forma de medir el tiempo.

—¿Ha leído Macbeth? —le preguntó.

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