Читаем Círculo de espadas полностью

—se interrumpió— espeso. Supongo que ésa es la mejor descripción. Nunca he logrado decidir a qué sabe. Hay días en que me parece cartón, pero hace años que no como cartón.

—Esto es comida humana —dijo ella.

Él sonrió.

—El beicon es auténtico, y el café y el pan. Pero me ha parecido que podía interesarte lo que comen casi todos los seres humanos que son… ¿cuál es la encantadora palabra que usa el general? Nuestros «huéspedes».

Anna comió. Él la observó mientras bebía el café.

—Lo ordenaré más tarde —dijo cuando ella terminó—. Deberíamos marcharnos.

Atravesaron los aposentos de las mujeres sin ver a nadie; salieron por una de las enormes puertas dobles.

En el pasillo había un hwarhath de pie: enorme, flaco y gris, vestido con los pantalones cortos de costumbre. Dio un paso adelante. Había algo raro en su manera de moverse. Era torpe, y los miembros del Pueblo nunca lo eran.

Extendió la mano izquierda y se la miró.

—¿Es correcto? Estoy intentando estrecharle la mano.

—La otra mano —dijo Anna.

Extendió la otra y se saludaron.

—¿Lo he hecho bien?—preguntó el hwar.

—Demasiado fuerte. Probemos otra vez.

Mientras lo hacían, Nicholas los observaba. Su rostro expresaba inquietud y diversión.

—Tenemos que irnos, Anna.

Dieron media vuelta y se marcharon los tres juntos. No había dudas con respecto a la forma en que se movía el alienígena; era el primer hwarhath sin coordinación que conocía.

—Mats ha olvidado presentarse —aclaró Nicholas—. Es Eh Matsehar. Es un adelantado, lo que significa que su graduación es superior a la mía, y ha sido temporalmente asignado al personal del general, sobre todo para que pueda estudiar a los humanos. La mayor parte del tiempo trabaja en el Cuerpo de Arte. Es el mejor dramaturgo de la actual generación.

—El mejor dramaturgo masculino —especificó Eh Matsehar—. Amit Asharil es muy buena, probablemente tan buena como yo, aunque en realidad el trabajo de hombres y mujeres no es comparable.

—Manzanas y naranjas —comentó Nicholas en tono cordial.

—Conozco la expresión —señaló el alienígena—. Son dos clases de fruta que crecen en tu planeta madre, y por alguna razón que no acabo de comprender, no se pueden comparar.

—Ajá —repuso Nicholas.

—Y usted —el hwarhaht inclinó la cabeza y miró de reojo— es Pérez Anna, la última víctima de Nicky.

—¿Qué?

—Podemos hablar de eso en otro momento —sugirió Nicholas.

—¿Por qué no ahora? —insistió Eh Matsehar.

—No sé quién está escuchando.

—¿Aquí fuera? —El alienígena miró a su alrededor—. Imagino que nadie. ¿Qué pueden oír? Chismorreos.

—Tal vez —respondió Nicholas.

Habían recorrido una serie de pasillos, casi todos idénticos: paredes desnudas y moqueta de trama apretada, todo (como de costumbre) gris. El aire era fresco, casi frío. Olía a metal y a alienígenas. Pasaron unos hwarhath junto a ellos, no tantos como el día anterior. ¿La delegación de humanos había llegado con el cambio de turno? ¿Los hwarhath organizaban su trabajo por turnos?

Llegaron a un pasillo custodiado por dos soldados armados con rifles.

—Ésta es la estación de Conferencia-con-el-Enemigo —anunció Nicholas—. Eso significa su nombre; y éste es el sector Conferencia-con-el-Enemigo de la estación. A partir de aquí te acompañará Matsehar. Tengo que ocuparme de otros asuntos.

Anna se fue con el alienígena. Éste la condujo hasta una sala ocupada por los miembros del equipo de negociación de los humanos y la dejó allí. El jefe de seguridad —un hombre delgado y oscuro, vestido de paisano y con un corte de pelo de paisano— dijo:

—¿Todo ha ido bien? —Tenía un melodioso acento caribeño. El capitán Mclntosh.

—Estupendo. He conocido a algunas de las mujeres.

—¿Ah, sí? —preguntó el asistente del embajador—. ¿Es más fácil tratar con ellas que con los hombres?

—Creo que no —respondió Anna.

El asistente del embajador frunció el ceño.

—No estoy seguro de querer oír eso, Anna. Verá la reunión desde aquí. No podríamos hacerles ceder en ese aspecto. No quieren que esté presente en la misma sala de la reunión, aunque nos pidieron que la trajéramos.

A Anna le pareció bien.

Los demás salieron en fila. La puerta se cerró tras ellos y Anna miró a su alrededor: otra habitación gris con moqueta. Había una silla frente a una pared desnuda. Como de costumbre, la silla era grande, baja y mullida. Se sentó y la pared desapareció. Vio otra habitación, más grande que la que ella ocupaba, con dos filas de sillas, idénticas —por lo que pudo ver— a la suya. Llegaban hasta la mitad de la sala y estaban colocadas una frente a otra. Aparte de las sillas, la nueva habitación estaba vacía. Las paredes eran del color habitual, desnudas y sin ventanas.

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