—Tendrá que ser solo, lo siento; y a pesar de lo malo que es el café, el té es aún peor.
Anna cogió el tazón y bebió. El café era espantoso.
—¿Nunca lavan el jarro?
—No es una prioridad. Si me disculpa… —Se marchó.
Bebió un poco más de café —sólo un poco— y clavó la mirada en la pared de metal.
Unos veinte minutos más tarde, Gislason subió a bordo. Se sentó junto a ella y se abrochó el cinturón de seguridad.
—Ya está. Mark está actuando por su cuenta.
El soldado asiático cerró la puerta exterior, luego recogió la taza de café y fue hacia adelante. Ella no tenía idea de lo que había más allá de la puerta interior. Una cafetera, la cabina del piloto.
Se encendieron los motores.
—¿Se ha abrochado el cinturón? —preguntó Gislason—. El despegue será brusco.
Así fue, y ella recordó que nunca le había gustado mucho, volar. Se aferró a los brazos del asiento. A su lado, Gislason se tapó la cara con las manos.
Durante un instante Anna quedó aterrorizada.
—¿Qué es esto? ¿Tenemos problemas?
El avión saltó un poco más y enseguida quedó en el aire y se elevó suavemente. Gislason levantó la vista. Los ojos le habían cambiado de color. Ahora eran azules, de un tono tan intenso que parecían iluminados desde dentro.
—¡Caray! —exclamó Anna.
Él se cogió el mechón de pelo que le caía sobre la frente y dio un tirón hacia arriba y hacia atrás.
—¡Mierda! Hace daño. —El pelo se soltó. Debajo apareció el cráneo pálido, desnudo salvo por el habitual
Gislason se frotó el
El avión estaba virando; notó que la cabina se ladeaba.
—¿Adónde vamos?
—Tenemos un lugar que el enemigo no conoce —Dejó caer la peluca en el asiento contiguo—. Más le vale ponerse cómoda. Tardaremos un rato.
Se reclinó en su asiento e intentó relajarse. No era fácil. No tenía idea del rumbo que estaban siguiendo. ¿Al este, sobrevolando el mar? ¿Al oeste o al sur en dirección a tierra? Si se dirigían hacia el sur volarían sobre una parte del continente, por lo que ella sabía inexplorada. Por supuesto, había fotos aéreas, y sus colegas de biología habían tomado algunas muestras de vida. Las imágenes mostraban montañas bajas y peladas y llanuras cubiertas con la vegetación musgosa de color amarillo. En distintos puntos había bosques de arbustos grandes y/o árboles pequeños. Un animal que parecía un cruce entre un cangrejo y un armadillo se alimentaba en las llanuras amarillas cubiertas de musgo. Medía dos metros desde la punta de las uñas delanteras hasta el extremo de la cola acorazada: el animal terrestre más grande del planeta. No poseía esqueleto interno y, según sus colegas, era rematadamente estúpido; pero poseía un aparato respiratorio fascinante.
Al cabo de un rato, Gislason se sacó algo de un bolsillo y lo desplegó como si fuera un trozo de papel: una, dos, tres veces.
Era un tablero de ajedrez de tamaño corriente. Golpeó un borde. De repente el tablero adquirió solidez: una sola pieza firme de metal y silicona. Los cuadrados rojos empezaron a brillar con un suave tono rosado. Los cuadrados negros siguieron siendo oscuros, como ventanas abiertas al espacio.
Impresionante, pensó Anna.
Él volvió a dar unos golpecitos en el tablero. Las piezas se materializaron, aunque ésa no era realmente la palabra adecuada. Eran hologramas, estaban hecho de luz y no de materia.
Dos hileras de guerreros chinos. Detrás de ellos, elefantes y consejeros, generales montados a caballo y un par de espléndidos emperadores de pie junto a sus delgadas y elegantes esposas. Un emperador iba vestido de rojo; el otro, de blanco y plateado.
—¿Juega? —le preguntó Gislason.
—Sé mover las piezas.
—Eso no es suficiente. —Tocó el tablero. Uno de los guerreros sacó una espada. La diminuta hoja resplandeció. La agitó sobre su cabeza y avanzó.
¿Cómo podía resistirse? Observó la partida. Los guerreros esgrimían espadas y pancartas. Los elefantes se amontonaban. Los caballos de los generales se encabritaban. Los consejeros se deslizaban como si los hicieran sobre cojinetes. Los emperadores avanzaban con energía y las peligrosas reinas se movían hacia delante con un curioso, tambaleante e inseguro andar.
Muy impresionante, aunque no cabía duda de que era un holograma. Los colores resultaban demasiado pálidos. Los rojos y los blancos tenían un aspecto perlado e iridiscente, y las figuras carecían de solidez aunque fuesen tridimensionales y mostraran bellos detalles. De vez en cuando parpadeaban y se desvanecían un instante.
Dos ejércitos fantasmas, pensó Anna. ¿Por qué luchaban?
—¿Eso no es muy caro?—preguntó.
—¿El tablero? Sí. Pero en el espacio no hay muchas cosas en las que gastar dinero. Me gustan el ajedrez y los juguetes caros.