Читаем Círculo de espadas полностью

—Santo cielo, qué vida tan rara has tenido.

Él inclinó la cabeza y reflexionó.

—Es posible. Sin duda, el servicio de información de los humanos me ha parecido bastante peculiar y en el Medio Oeste norteamericano existen misterios que jamás logré desentrañar, como por qué la gente se queda allí.

Anna se echó a reír.

Hablaron un rato más, principalmente sobre el año que ella había pasado allí. Luego Nicholas se puso de pie.

—Debo regresar al despacho. Mientras he estado ausente, el general ha dejado que se me amontonara el trabajo. No puedo culparlo. No hay nadie que me iguale como analista de la conducta humana. —Se acercó a la puerta; se detuvo y se volvió para mirarla—. ¿Estás segura de que no quieres cambiar de bando, Anna? Podríamos contar con otro experto en humanidad.

—No —respondió ella.

—Lo más probable es que tengas razón. Del otro lado necesitamos gente que simpatice con nosotros.

Se marchó.

Anna llevó los dos tazones a la cocina. Él había lavado los platos del desayuno y los había dejado cuidadosamente amontonados, limpios y secos, pero no guardados, como en un mudo reproche.

Al mirar los platos sintió pena por Ettin Gwarha. Imaginó lo que sería pasar la vida con alguien a quien le resulta imposible dejar de limpiar.

Un nuevo grupo de mujeres había llegado en la misma nave que Nicholas y Matsehar. Anna no tenía idea del motivo de su visita. Habían ido a hablar con ella, sí. ¿Pero por qué? La gran discusión había terminado. La decisión estaba tomada; y el equipo de diplomáticos humanos aún no sabía que la humanidad había sido juzgada y considerada más o menos pasable. Ahora eso le parecía divertido.

Quedó muy impresionada por una política de Harag, una mujer de la estatura de Lugala Minti, de grueso pelaje, más pardo que gris, que la hacía parecer aún más grande de lo que era. El pelaje era listado, y las arrugas de su rostro formaban una especie de máscara diabólica donde se destacaban los ojos de color amarillo pálido. La voz de la mujer era profunda, baja, áspera y metálica. Parecía un motor al que le faltara lubricante.

Era la representante de una región vasta y escasamente poblada del continente más austral, le comentó Indil. En la región había una serie de linajes, todos ellos pequeños y ninguno claramente enfrentado a otro. La mujer ostentaba aquel cargo gracias a su capacidad para inducirlos a una cierta cooperación.

—Ten cuidado con ella —le aconsejó Indil—. Hay personas que avanzan por su cuenta, arrastrando detrás de sí a su linaje. Ésta es una de ellas.

Tal como ocurrieron las cosas, se llevaron muy bien. La mujer sentía genuina curiosidad por la humanidad y estaba dispuesta a creer que en el universo había algo más que su ventosa llanura. Detrás de su rostro aterrador se escondían una mente aguda y un auténtico, aunque apagado, sentido del humor.

Anna se acomodó para oír hablar de Harag y de la Región Cooperativa del Noroeste. Harag am Hwil no vio motivo alguno para mostrarse tímida ni reservada.

—Nada de lo que sé puede convertirse en un arma utilizada en mi contra. Qué inquietante debe resultar tener esa clase de información.

Era la única mujer que Anna había conocido hasta el momento que no llevaba túnica ceremonial. Su atuendo preferido se parecía mucho a un mono cortado a la altura de las rodillas. La tela era de diferentes colores, pero siempre lisa y tosca. Los cierres de las trabillas parecían de oro.

—Es por el pelaje —dijo la mujer, hablando por intermedio de Ama Tsai Indil—. El lugar del que provengo es frío y estoy muy bien aislada. Si llevara el mismo tipo de ropa que las otras mujeres me pasaría el tiempo jadeando.

Miró a Anna y sus ojos amarillos brillaron en la máscara.

—La vida es corta. Hay mucho que hacer. La mejor forma de ahorrar tiempo es hacer las cosas simple y llanamente, y no preocuparse por el aspecto, o por lo que puedan pensar los demás.

—¿Cómo te llevas con las otras mujeres de Ettin? —preguntó Anna.

Intentaba imaginar a aquella dama del mono recortado junto a las Tres Parcas.

—Bastante bien, aunque por supuesto no son ni la mitad de lo que era su madre. ¡Con ella sí que se podía llegar a un arreglo!

Pasaron una tarde en las habitaciones de Anna, con la compañía de Ama Tsai Indil. La mujer de Harag había llegado con una tetera de cerámica llena de algo parecido al té. Anna tomó vino. Indil bebió un poco de agua; parecía nerviosa. Debía de suponer un verdadero esfuerzo traducir para alguien tan categórico como Hwil. Anna habló de las diferentes estaciones de investigación en las que había pasado gran parte de su vida adulta. Hwil escuchó con interés y se bebió el té, que debía de ser ligeramente narcótico. Su postura se relajó un poco. Parecía que en cualquier momento iba a empezar a ronronear. Finalmente dijo:

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