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—Aquí tienes —le dijo el dependiente, que había subido unos peldaños para bajar un grueso libro de pasta negra—: Disipar las nieblas del futuro, una guía excelente de métodos básicos de adivinación: quiromancia, bolas de cristal, entrañas de animales...

Pero Harry no escuchaba. Su mirada había ido a posarse en otro libro que estaba entre los que había expuestos en una pequeña mesa: Augurios de muerte: qué hacer cuando sabes que se acerca lo peor.

—Yo en tu lugar no leería eso —dijo suavemente el dependiente, al ver lo que Harry estaba mirando—. Comenzarás a ver augurios de muerte por todos lados. Ese libro consigue asustar al lector hasta matarlo de miedo.

Pero Harry siguió examinando la portada del libro. Mostraba un perro negro, grande como un oso, con ojos brillantes. Le resultaba extrañamente familiar...

El dependiente puso en las manos de Harry el ejemplar de Disipar las nieblas del futuro.

—¿Algo más? —preguntó.

—Sí —dijo Harry, algo aturdido, apartando los ojos de los del perro y consultando la lista de libros—: Necesito... Transformación, nivel intermedio y Libro reglamentario de hechizos, curso 3º.

Diez minutos después, Harry salió de Flourish y Blotts con sus nuevos libros bajo el brazo, y volvió al Caldero Chorreante sin apenas darse cuenta de por dónde iba, y chocando con varias personas.

Subió las escaleras que llevaban a su habitación, entró en ella y arrojó los libros sobre la cama. Alguien la había hecho. Las ventanas estaban abiertas y el sol entraba a raudales. Harry oía los autobuses que pasaban por la calle muggle que quedaba detrás de él, fuera de la vista; y el alboroto de la multitud invisible, abajo, en el callejón Diagon. Se vio reflejado en el espejo que había en el lavabo.

—No puede haber sido un presagio de muerte —le dijo a su reflejo con actitud desafiante—. Estaba muerto de terror cuando vi aquello en la calle Magnolia.

Probablemente no fue más que un perro callejero.

Alzó la mano de forma automática, e intentó alisarse el pelo.

—Es una batalla perdida —le respondió el espejo con voz silbante.

• • •

Al pasar los días, Harry empezó a buscar con más ahínco a Ron y a Hermione. Por aquellos días llegaban al callejón Diagon muchos alumnos de Hogwarts, ya que faltaba poco para el comienzo del curso. Harry se encontró a Seamus Finnigan y a Dean Thomas, compañeros de Gryffindor; en la tienda Artículos de Calidad para el Juego del Quidditch, donde también ellos se comían con los ojos la Saeta de Fuego; se tropezó también, en la puerta de Flourish y Blotts, con el verdadero Neville Longbottom, un muchacho despistado de cara redonda. Harry no se detuvo para charlar; Neville parecía haber perdido la lista de los libros, y su abuela, que tenía un aspecto temible, le estaba riñendo. Harry deseó que ella nunca se enterara de que él se había hecho pasar por su nieto cuando intentaba escapar del Ministerio de Magia.

Harry despertó el último día de vacaciones pensando en que vería a Ron y a Hermione al día siguiente, en el expreso de Hogwarts. Se levantó, se vistió, fue a contemplar por última vez la Saeta de Fuego, y se estaba preguntando dónde comería cuando alguien gritó su nombre. Se volvió.

—¡Harry! ¡HARRY!

Allí estaban los dos, sentados en la terraza de la heladería Florean Fortescue. Ron, más pecoso que nunca; Hermione, muy morena; y los dos le llamaban la atención con la mano.

—¡Por fin! —dijo Ron, sonriendo a Harry de oreja a oreja cuando éste se sentó—.

Hemos estado en el Caldero Chorreante, pero nos dijeron que habías salido, y luego hemos ido a Flourish y Blotts, y al establecimiento de la señora Malkin, y...

—Compré la semana pasada todo el material escolar. ¿Y cómo os enterasteis de que me alojo en el Caldero Chorreante?

—Mi padre —contestó Ron escuetamente.

Seguro que el señor Weasley, que trabajaba en el Ministerio de Magia, había oído toda la historia de lo que le había ocurrido a tía Marge.

—¿Es verdad que inflaste a tu tía, Harry? —preguntó Hermione muy seria.

—Fue sin querer —respondió Harry, mientras Ron se partía de risa—. Perdí el control.

—No tiene ninguna gracia, Ron —dijo Hermione con severidad—.

Verdaderamente, me sorprende que no te hayan expulsado.

—A mí también —admitió Harry—. No sólo expulsado: lo que más temía era ser arrestado. —Miró a Ron—: ¿No sabrá tu padre por qué me ha perdonado Fudge el castigo?

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Денис Ратманов

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