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Harry siguió a Tom por una escalera de madera muy elegante hasta una puerta con un número 11 de metal colgado en ella. Tom la abrió con la llave para que Harry pasara.

Dentro había una cama de aspecto muy cómodo, algunos muebles de roble con mucho barniz, un fuego que crepitaba alegremente y, encaramada sobre el armario...

¡Hedwig! —exclamó Harry.

La blanca lechuza dio un picotazo al aire y se fue volando hasta el brazo de Harry.

—Tiene una lechuza muy lista —dijo Tom con una risita—. Ha llegado unos cinco minutos después de usted. Si necesita algo, señor Potter; no dude en pedirlo.

Volvió a hacer una inclinación, y abandonó la habitación.

Harry se sentó en su cama durante un rato, acariciando a Hedwig y pensando en otras cosas. El cielo que veía por la ventana cambió rápidamente del azul intenso y aterciopelado a un gris frío y metálico, y luego, lentamente, a un rosa con franjas doradas. Apenas podía creer que acabara de abandonar Privet Drive hacía sólo unas horas, que no hubiera sido expulsado y que tuviera por delante la perspectiva de pasar dos semanas sin los Dursley.

—Ha sido una noche muy rara, Hedwig —dijo bostezando.

Y sin siquiera quitarse las gafas, se desplomó sobre la almohada y se quedó dormido.

4

El Caldero Chorreante

Harry tardó varios días en acostumbrarse a su nueva libertad. Nunca se había podido levantar a la hora que quería, ni comer lo que le gustaba. Podía ir donde le apeteciera, siempre y cuando estuviera en el callejón Diagon, y como esta calle larga y empedrada rebosaba de las tiendas de brujería más fascinantes del mundo, Harry no sentía ningún deseo de incumplir la palabra que le había dado a Fudge ni de extraviarse por el mundo muggle.

Desayunaba por las mañanas en el Caldero Chorreante, donde disfrutaba viendo a los demás huéspedes: brujas pequeñas y graciosas que habían llegado del campo para pasar un día de compras; magos de aspecto venerable que discutían sobre el último artículo aparecido en la revista La transformación moderna; brujos de aspecto primitivo; enanitos escandalosos; y, en cierta ocasión, una bruja malvada con un pasamontañas de gruesa lana, que pidió un plato de hígado crudo.

Después del desayuno, Harry salía al patio de atrás, sacaba la varita mágica, golpeaba el tercer ladrillo de la izquierda por encima del cubo de la basura, y se quedaba esperando hasta que se abría en la pared el arco que daba al callejón Diagon.

Harry pasaba aquellos largos y soleados días explorando las tiendas y comiendo bajo sombrillas de brillantes colores en las terrazas de los cafés, donde los ocupantes de las otras mesas se enseñaban las compras que habían hecho («es un lunascopio, amigo mío, se acabó el andar con los mapas lunares, ¿te das cuenta?») o discutían sobre el caso de Sirius Black («yo no pienso dejar a ninguno de mis chicos que salga solo hasta que Sirius vuelva a Azkaban»). Harry ya no tenía que hacer los deberes bajo las mantas y a la luz de una vela; ahora podía sentarse, a plena luz del día, en la terraza de la Heladería Florean Fortescue, y terminar todos los trabajos con la ocasional ayuda del mismo Florean Fortescue, quien, además de saber mucho sobre la quema de brujas en los tiempos medievales, daba gratis a Harry, cada media hora, un helado de crema y caramelo.

Después de llenar el monedero con galeones de oro, sickles de plata y knuts de bronce de su cámara acorazada en Gringotts, necesitó mucho dominio para no gastárselo todo enseguida. Tenía que recordarse que aún le quedaban cinco años en Hogwarts, e imaginarse pidiéndoles dinero a los Dursley para libros de hechizos. Para no caer en la tentación de comprarse un juego de gobstones de oro macizo (un juego mágico muy parecido a las canicas, en el que las bolas lanzan un líquido de olor repugnante a la cara del jugador que pierde un punto). También le tentaba una gran bola de cristal con una galaxia en miniatura dentro, que habría venido a significar que no tendría que volver a recibir otra clase de astronomía. Pero lo que más a prueba puso su decisión apareció en su tienda favorita (Artículos de Calidad para el Juego del Quidditch) a la semana de llegar al Caldero Chorreante.

Deseoso de enterarse de qué era lo que observaba la multitud en la tienda, Harry se abrió paso para entrar; apretujándose entre brujos y brujas emocionados, hasta que vio, en un expositor; la escoba más impresionante que había visto en su vida.

—Acaba de salir... prototipo... —le decía un brujo de mandíbula cuadrada a su acompañante.

—Es la escoba más rápida del mundo, ¿a que sí, papá? —gritó un muchacho más pequeño que Harry, que iba colgado del brazo de su padre.

El propietario de la tienda decía a la gente:

—¡La selección de Irlanda acaba de hacer un pedido de siete de estas maravillas!

¡Es la escoba favorita de los Mundiales!

Al apartar a una bruja de gran tamaño, Harry pudo leer el letrero que había al lado de la escoba:

SAETA DE FUEGO

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Денис Ратманов

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