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El autobús noctámbulo circulaba en la oscuridad echando a un lado los arbustos, las balizas, las cabinas de teléfono, los árboles, mientras Harry permanecía acostado en el colchón de plumas, deprimido. Después de un rato, Stan recordó que Harry había pagado una taza de chocolate caliente, pero lo derramó todo sobre la almohada de Harry con el brusco movimiento del autobús entre Anglesea y Aberdeen. Brujos y brujas en camisón y zapatillas descendieron uno por uno del piso superior; para abandonar el autobús. Todos parecían encantados de bajarse.

Al final sólo quedó Harry.

—Bien, Neville —dijo Stan, dando palmadas—, ¿a que parte de Londres?

—Al callejón Diagon —respondió Harry.

—De acuerdo —dijo Stan—, agárrate fuerte...

PRUMMMMBBB.

Circularon por Charing Cross como un rayo. Harry se incorporó en la cama, y vio edificios y bancos apretujándose para evitar al autobús. El cielo aclaraba. Reposaría un par de horas, llegaría a Gringotts a la hora de abrir y se iría, no sabía dónde.

Ernie pisó el freno, y el autobús noctámbulo derrapó hasta detenerse delante de una taberna vieja y algo sucia, el Caldero Chorreante, tras la cual estaba la entrada mágica al callejón Diagon.

—Gracias —le dijo a Ernie. Bajó de un salto y con la ayuda de Stan dejó en la acera el baúl y la jaula de Hedwig—. Bueno —dijo Harry—, entonces, ¡adiós!

Pero Stan no le prestaba atención. Todavía en la puerta del autobús, miraba con los ojos abiertos de par en par la entrada enigmática del Caldero Chorreante.

—Conque estás aquí, Harry —dijo una voz.

Antes de que Harry se pudiera dar la vuelta, notó una mano en el hombro. Al mismo tiempo, Stan gritó:

—¡Caray! ¡Ernie, ven aquí! ¡Ven aquí!

Harry miró hacia arriba para ver quién le había puesto la mano en el hombro y sintió como si le echaran un caldero de agua helada en el estómago. Estaba delante del mismísimo Cornelius Fudge, el ministro de Magia.

Stan saltó a la acera, tras ellos.

—¿Cómo ha llamado a Neville, señor ministro? —dijo nervioso.

Fudge, un hombre pequeño y corpulento vestido con una capa larga de rayas, parecía distante y cansado.

—¿Neville? —repitió frunciendo el entrecejo—. Es Harry Potter.

—¡Lo sabía! —gritó Stan con alegría—. ¡Ernie! ¡Ernie! ¡Adivina quién es Neville!

¡Es Harry Potter! ¡Veo su cicatriz!

—Sí —dijo Fudge irritado—. Bien, estoy muy orgulloso de que el autobús noctámbulo haya transportado a Harry Potter; pero ahora él y yo tenemos que entrar en el Caldero Chorreante...

Fudge apretó más fuerte el hombro de Harry, y Harry se vio conducido al interior de la taberna. Una figura encorvada, que portaba un farol, apareció por la puerta de detrás de la barra. Era Tom, el dueño desdentado y lleno de arrugas.

—¡Lo ha atrapado, señor ministro! —dijo Tom—. ¿Querrá tomar algo? ¿Cerveza?

¿Brandy?

—Tal vez un té —contestó Fudge, que aún no había soltado a Harry.

Detrás de ellos se oyó un ruido de arrastre y un jadeo, y aparecieron Stan y Ernie acarreando el baúl de Harry y la jaula de Hedwig, y mirando emocionados a su alrededor.

—¿Por qué no nos has dicho quién eras, Neville? —le preguntó Stan sonriendo, mientras Ernie, con su cara de búho, miraba por encima del hombro de Stan con mucho interés.

—Y un salón privado, Tom, por favor —pidió Fudge lanzándoles una clara indirecta.

—Adiós —dijo Harry con tristeza a Stan y Ernie, mientras Tom indicaba a Fudge un pasadizo que salía del bar.

—¡Adiós, Neville! —dijo Stan.

Fudge llevó a Harry por el estrecho pasadizo, tras el farol de Tom, hasta que llegaron a una pequeña estancia. Tom chascó los dedos, y se encendió un fuego en la chimenea. Tras hacer una reverencia, se fue.

—Siéntate, Harry —dijo Fudge, señalando una silla que había al lado del fuego.

Harry se sentó. Se le había puesto carne de gallina en los brazos, a pesar del fuego.

Fudge se quitó la capa de rayas y la dejó a un lado. Luego se subió un poco los pantalones del traje verde botella y se sentó enfrente de Harry.

—Soy Cornelius Fudge, ministro de Magia.

Por supuesto, Harry ya lo sabía. Había visto a Fudge en una ocasión anterior, pero como entonces llevaba la capa invisible que le había dejado su padre en herencia, Fudge no podía saberlo.

Tom, el propietario, volvió con un delantal puesto sobre el camisón y llevando una bandeja con té y bollos. Colocó la bandeja sobre la mesa que había entre Fudge y Harry, y salió de la estancia cerrando la puerta tras de sí.

—Bueno, Harry —dijo Fudge, sirviendo el té—, no me importa confesarte que nos has traído a todos de cabeza. ¡Huir de esa manera de casa de tus tíos! Había empezado a pensar... Pero estás a salvo y eso es lo importante.

Fudge se untó un bollo con mantequilla y le acercó el plato a Harry.

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Денис Ратманов

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