Читаем Un Puerto Seguro полностью

Por fin se obligó a marcharse y entró en su propio dormitorio, vacía y exhausta. Pero se negaba a ceder a aquella sensación. Vio la ropa de Ted colgada en el armario y estuvo a punto de desmoronarse. Se llevó una manga al rostro, y el tweed áspero le resultó enloquecedoramente familiar. Aún olía su colonia y casi le parecía oír su voz. Era insoportable, pero se obligó a sobreponerse. No podía hacerlo, ahora lo sabía. No podía permitirse el lujo de volver a convertirse en una autómata, dejar de sentir o permitir que los sentimientos acabaran con ella. Tenía que aprender a vivir con el dolor, seguir adelante a pesar de él. Cuando menos, debía continuar por Pip. Se alegraba de que aquella tarde hubiera sesión, porque ello le permitiría hablar con los demás. La terapia acabaría al cabo de poco tiempo, y no sabía qué haría sin ella, sin su apoyo.

Durante la sesión les contó a los demás todo lo relativo a la noche anterior, la comida china, la música y el hecho de que Pip había dormido en su cama. A nadie le pareció mal. A nadie le parecía mal nada, ni siquiera la idea de salir con otras personas, si bien Ophélie insistió en que no estaba preparada para ello y no quería. Cada uno de los integrantes del grupo se hallaba en un estadio de dolor distinto, pero al menos constituía un consuelo compartirlo con ellos.

– Bueno, señor Feigenbaum, ¿ya tiene novia? -preguntó Ophélie al anciano cuando salían juntos del edificio.

Aquel hombre le caía bien. Era sincero, franco, amable, dispuesto a hacer un esfuerzo sobrehumano, más que la mayoría de la gente, para sobreponerse a la tragedia.

– Todavía no, pero estoy en ello. ¿Qué me dice de usted?

Era un anciano corpulento, de aspecto cálido, mejillas rubicundas y espesa melena blanca; tenía aspecto de asistente de Papá Noel.

– No quiero tener novio. Habla usted como mi hija.

– Pues es una chica inteligente. Si yo tuviera cuarenta años menos, señorita, intentaría ligar con usted. ¿Qué hay de su madre? ¿Está soltera?

Ophélie se echó a reír y a continuación se despidió de él saludándolo con la mano. De ahí fue al albergue para indigentes. Se hallaba en una estrecha callejuela al sur de Market, en un barrio bastante cochambroso, aunque no podía esperar que lo hubieran instalado en Pacific Heights. Todas las personas que trabajaban tras el mostrador y deambulaban por los pasillos eran muy amables. Anunció que quería apuntarse como voluntaria, y le dijeron que regresara al día siguiente. Podría haber llamado para pedir hora, pero quería ver el lugar. Al salir vio a dos ancianos delante de la puerta con carros de la compra repletos hasta los bordes de todas sus pertenencias. En aquel momento, un voluntario les alargaba sendos vasos de café humeante. Ophélie se imaginaba haciendo aquello; no parecía complicado, y quizá le vendría bien sentirse útil. En cualquier caso, mejor que quedarse en casa llorando, oliendo la ropa de Ted y la almohada de Chad. No podía dejarse llevar otra vez y lo sabía. No podía vivir así otro año entero. El año de duelo transcurrido había sido una pesadilla que casi había acabado con ella, pero el segundo año debía ser mejor. Se acercaba el primer aniversario de sus muertes, y si bien ya lo temía, sabía que debía esforzarse para que el segundo año de dolor fuera mejor, y no solo para ella, sino también para Pip. Se lo debía, y quizá trabajar en el albergue contribuiría a ello. Al menos así lo esperaba.

De camino a la escuela de Pip, parada en un semáforo, vio por casualidad el escaparate de una zapatería. En un principio no prestó atención alguna, pero al verlas sonrió. Eran zapatillas peludas gigantes para adultos confeccionadas a base de personajes de Barrio Sésamo. Había unas azules de Grover y otras rojas de Elmo. Eran perfectas, y sin pensárselo dos veces, paró en doble fila y entró corriendo en la tienda. Compró las de Grover para ella y las de Elmo para Pip. Luego corrió de nuevo al coche y llegó a la escuela justo a tiempo para ver a Pip salir del edificio y dirigirse a la esquina donde siempre esperaba a su madre. Parecía cansada y algo desaliñada, pero también muy contenta.

La niña subió al coche con una sonrisa de oreja a oreja, encantada de ver a su madre.

– Tengo profesores geniales, mamá. Me gustan todos menos una, la señorita Giulani, que es un plomo y la odio, pero los demás son geniales.

Hablaba como una niña de once años, y Ophélie le sonrió divertida.

– Me alegro de que sean geniales, mademoiselle Pip -respondió en francés antes de señalar la bolsa de la zapatería que llevaba en el asiento trasero-. He comprado un regalo para las dos.

– ¿Qué es? -exclamó Pip.

Tiró de la bolsa hacia el asiento delantero y al ver lo que contenía lanzó un gritito de alegría y miró a su madre con expresión radiante.

– ¡Lo has hecho! ¡Lo has hecho!

– ¿El qué? -preguntó Ophélie, desconcertada.

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