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Su médico le había recomendado aquel grupo en particular porque Ophélie se había resistido contra la idea de tomar antidepresivos y porque el grupo era menos formal que otros. Asimismo, su médico profesaba un profundo respecto al hombre que lo dirigía, Blake Thompson. Doctor en psicología clínica, llevaba casi veinte años dedicado a la superación del dolor. Era un hombre de cincuenta y tantos años, afable y práctico, abierto a cualquier alternativa que funcionara; a menudo recordaba a sus pacientes que no existía un solo camino correcto para atravesar el proceso del dolor. Siempre y cuando hicieran lo que fuera que les funcionara, él estaría encantado de apoyarlos. Y si no funcionaba, se convertía en un pozo inagotable de esfuerzo, aliento y sugerencias creativas. Con frecuencia creía que, cuando los pacientes dejaban el grupo, habían conseguido ampliar sus vidas hasta convertirlas en algo incluso mejor que antes de sus respectivas pérdidas. Para alcanzar dicho objetivo, había recomendado clases de canto a una mujer que había perdido a su esposo, clases de submarinismo a un hombre cuya esposa había muerto en un accidente de tráfico, y un retiro religioso a una mujer que se declaraba atea, pero que había empezado a experimentar profundos sentimientos religiosos por primera vez en su vida tras la muerte de su único hijo. Solo deseaba que los integrantes del grupo vivieran una vida mejor que antes de conocerlo, y, a decir verdad, en los últimos veinte años había obtenido resultados espectaculares. El grupo representaba un desafío y en ocasiones resultaba doloroso, pero, para sorpresa de todos, no deprimente. Lo único que Blake les pedía al empezar era que fueran abiertos, amables consigo mismos y respetuosos hacia los demás. Lo que se comentaba en el grupo debía ser confidencial, e insistía en que cada miembro se comprometiera a asistir como mínimo durante cuatro meses.

Y si bien algunas personas habían conocido a sus nuevas parejas durante la terapia, recomendaba encarecidamente a sus pacientes que no salieran con otros miembros del grupo durante el proceso. No quería que la gente se exhibiera ni ocultara cosas para intentar impresionar a alguien. Blake había tomado prestadas esa recomendación y la confidencialidad del modelo de doce pasos, y le parecían útiles, aunque de vez en cuando dos integrantes del grupo se gustaban y empezaban a salir juntos antes de terminar la terapia. Incluso en ese sentido recordaba a sus pacientes que no existía un solo «modelo correcto» para las nuevas relaciones o incluso un nuevo matrimonio.

Algunos esperaban años antes de buscar una nueva pareja, otros nunca la encontraban ni lo deseaban. Algunos consideraban que debían esperar un año antes de empezar a salir con alguien o volver a casarse, otros contraían matrimonio pocas semanas después de haber perdido a su cónyuge. En opinión de Blake, ello no significaba que no hubieran amado a su primera pareja, sino que estaban preparados para seguir adelante y contraer un nuevo compromiso. Nadie tenía derecho a juzgar si eso estaba bien o mal.

– No somos la policía del dolor -señalaba de vez en cuando-. Estamos aquí para ayudarnos y apoyarnos los unos a los otros, no para juzgarnos.

Y siempre explicaba a los distintos grupos que había decidido dedicarse a aquella profesión después de perder a su esposa, a su hija y a su hijo, por entonces su única descendencia, a causa de un accidente de coche una noche lluviosa. Por entonces, había creído que su vida se acababa y lo había deseado. Cinco años más tarde había contraído matrimonio con una mujer maravillosa con la que tenía tres hijos.

– Me habría casado con ella antes si la hubiera conocido antes, pero merecía la pena esperarla -les contaba siempre con una sonrisa que conmovía a cuantos lo escuchaban.

El objetivo central de la terapia no era el matrimonio, pero sí era una cuestión que surgía con frecuencia. Para algunos era la inquietud principal, mientras que a otros, muchos de los cuales habían perdido a hermanos, padres o hijos, y ya estaban casados, no les interesaba en absoluto. Pero todos convenían en que la muerte de un ser querido, sobre todo de un hijo, representaba una enorme presión para un matrimonio. En algunos casos, ambos cónyuges asistían a la terapia, pero casi siempre sucedía que uno de los dos estaba dispuesto a buscar ayuda antes que el otro, y de hecho era infrecuente que ambos asistieran juntos, aunque a Blake le habría gustado.

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