Todos los sentimientos valían. Nada resultaba escandaloso ni era tabú. La característica principal del grupo era que todos, procuraban ser sinceros, al menos tan sinceros como eran consigo mismos. Algunos de ellos admitían que estaban furiosos con sus seres queridos por haber muerto, una parte muy normal del proceso. Cada uno de ellos trabajaba el aspecto del dolor que más lo afectaba en cada momento. Hasta entonces, Ophélie había estado bloqueada por la depresión, pero aquella semana todos repararon en que parecía sentirse mejor. Reconoció que, en efecto, creía sentirse mejor, pero añadió que temía recaer. También habló de buscar trabajo después del verano, pues consideraba que podría serle de ayuda.
Al escucharlo, Blake, el conductor de la sesión, le preguntó en qué le gustaría trabajar, y Ophélie confesó que no lo sabía. Fue su médico quien la derivó a la terapia de grupo después de que Ophélie le comentara tras la muerte de Ted y Chad que no podía conciliar el sueño. Se había mostrado reacia al principio, y de hecho había tardado ocho meses en decidirse. Por entonces dormía demasiado y comía muy poco. Incluso ella era consciente de que estaba sumida en una profunda depresión y de que con toda probabilidad no mejoraría a menos que hiciera algo al respecto. Al principio le había costado superar la sensación de haber fracasado en su intento de resolver sus propios problemas, pero lo cierto era que ningún otro miembro del grupo había sido capaz, como le sucedía a casi todo el mundo. Los más inteligentes intentaban al menos buscar ayuda y, pese a su escepticismo inicial, Ophélie reconocía que la terapia la había ayudado un poco, aunque solo llevara un mes en ella. Ahora podía hablar con otras personas en su misma situación, lo cual hacía el proceso algo menos solitario. Ya no se sentía como una loca de atar por las cosas que experimentaba y pensaba. Podía confesar sin vergüenza lo desapegada que se sentía de Pip, el hecho de que entraba en la habitación de Chad con más frecuencia de la debida, tan solo para tenderse en su cama y oler su almohada. Todos los demás habían hecho cosas similares y atravesaban distintos grados de los mismos problemas con sus cónyuges, hijos o incluso padres. Una mujer había confesado al grupo que llevaba un año, desde la muerte de su hijo, sin mantener relaciones sexuales con su marido; no se sentía capaz. Ophélie siempre quedaba impresionada ante las intimidades que los integrantes del grupo estaban dispuestos y eran capaces de compartir con los demás sin vergüenza alguna. Entre ellos se sentía segura.
El objetivo de la terapia de grupo consistía en curar la herida, remendar el corazón roto y afrontar las cuestiones prácticas de la vida cotidiana. La primera pregunta que Blake formulaba a todos cada semana era: «¿Comes y duermes bien?». En el caso de Ophélie, a menudo le preguntaba si se había vestido desde la última sesión. En ocasiones, sus progresos se medían por hitos tan pequeños que ningún observador externo lo habría considerado digno de mención. Sin embargo, todos sabían cuán difícil era incluso el paso más diminuto y lo que significaba dar el primero. Celebraban las victorias de los demás y se mostraban comprensivos con sus angustias. En poco tiempo se discernía quién iba a salir airoso del proceso, quién estaba dispuesto a atravesar el mar de agonía para seguir adelante. No era en modo alguno un proceso fácil, y el mero hecho de comprometerse a asistir a las sesiones ya significaba mucho. Las heridas en las que se hurgaba eran tan profundas que a veces el dolor era aún más intenso al acabar la sesión. Pero afrontarlo formaba parte del proceso. En ocasiones, decir algo en voz alta resultaba estimulante, en otras, tan solo agotador. Ophélie había experimentado ambos extremos del espectro en el último mes, y casi siempre salía agotada, pero también agradecida. Cuando se detenía a pensar en ello, sabía que la terapia la estaba ayudando mucho más de lo que se habría atrevido a esperar.