Читаем Un Puerto Seguro полностью

Ophélie y Ted habían salido a navegar un par de veces por la bahía con amigos, pero a su marido nunca le había hecho demasiada gracia. Siempre se quejaba del frío y de la humedad, además de que se mareaba. No era el caso de Ophélie y, aunque no se lo comentó a Matt, era una marinera avezada.

Pasaba la medianoche cuando Matt se marchó. Había sido una velada muy agradable para ambos. Los dos necesitaban con desesperación contacto humano, si bien no eran conscientes de ello. Los dos necesitaban un amigo y lo habían encontrado en el otro. Era la única clase de relación en la que aún confiaban, la amistad. Pip les había hecho un gran favor al presentarlos.

En cuanto Matt se fue, Ophélie apagó las luces, entró sin hacer ruido en la habitación de Pip y sonrió al verla en su cama. Mousse dormía al pie de la cama y ni se movió siquiera cuando Ophélie se acercó. Alisó los suaves rizos rojizos de su hija y se inclinó para besarla. Aquella noche había quedado desmantelada otra pieza del robot, y muy despacio resurgía la mujer que había sido.

<p>Capítulo 8</p>

Al cabo de unos días, durante la siguiente sesión de la terapia de grupo, Ophélie mencionó a Matt y la agradable velada que había pasado con él, lo que suscitó varios comentarios sobre el hecho de salir con otras personas. El grupo se componía de doce miembros de edades comprendidas entre los veintiséis y los ochenta y tres años. La integrante más joven había perdido a su hermano en un accidente de tráfico, mientras que el de más edad había perdido a su esposa tras sesenta y un años de matrimonio. Había maridos, esposas, hermanas e hijos. Por lo que respectaba a la edad, Ophélie ocupaba más o menos el centro del espectro, y algunas de las historias rompían el corazón. Una joven había perdido a su esposo de tan solo treinta y dos años por causa de un accidente vascular cerebral a los ocho meses de casarse con él y cuando ya estaba embarazada. Acababa de tener al bebé y se pasaba casi todas las sesiones llorando a lágrima viva. Una madre había visto a su hijo morir asfixiado por culpa de un bocadillo de mantequilla de cacahuete sin poder hacer nada para evitarlo. La mantequilla de cacahuete era demasiado blanda para responder a la técnica de Heimlich y había quedado atascada demasiado abajo para poder alcanzarla con los dedos. Aparte del dolor, la mujer se debatía con el sentimiento de culpabilidad por no haber podido salvarlo. Todas las historias resultaban profundamente conmovedoras, como la de Ophélie. La suya no era la única doble tragedia. Una mujer de sesenta y tantos años había perdido a dos hijos por causa del cáncer con tres semanas de diferencia; eran sus únicos hijos. Otra había perdido a su nieto de cinco años, ahogado en la piscina de casa de sus padres. Aquel día, el niño estaba a su cargo y fue ella quien lo encontró. También se culpaba por lo sucedido, y su hija y su yerno no le dirigían la palabra desde el funeral. Tragedias para dar y vender. La materia prima que construye y destruye vidas. Aquellas situaciones eran difíciles en extremo para todos ellos. El vínculo que los unía era el dolor, la pérdida y la compasión mutua.

A lo largo del último mes, Ophélie había hablado de la muerte de Ted y Chad, pero apenas de su matrimonio, tan solo para comentar que, desde su punto de vista, había sido perfecto. También había mencionado la enfermedad mental de Chad y la tensión que había representado para toda la familia, sobre todo para Ted, tan poco dispuesto a aceptarla. Apenas reconocía los problemas que la negación de Ted le habían causado a ella, la dificultad de salvar la distancia entre padre e hijo al tiempo que intentaba garantizar la felicidad de Pip.

Cada vez que salía a colación el tema de salir con otras personas, Ophélie no demostraba interés alguno. Durante todo el mes había asegurado que no tenía intención de volver a casarse ni de salir con nadie siquiera.

En cierta ocasión, el anciano de ochenta y tres años había señalado que Ophélie era demasiado joven para renunciar a una vida sentimental, y que, pese a su propia aflicción por la muerte de su esposa, él esperaba salir con otras mujeres en cuanto conociera a alguna que le resultara atractiva. No lo avergonzaba reconocer que ya estaba buscando.

– ¿Y si vivo hasta los noventa y cinco, o incluso hasta los noventa y ocho? -exclamó con optimismo-. No quiero estar solo hasta entonces; quiero volver a casarme.

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