Читаем Un Puerto Seguro полностью

Era ligera como una pluma y aún más menuda de lo que parecía. Matt no quería que le entrara arena en la herida, aunque temía que ya fuera irremediable. Al instante recordó la prohibición de su madre de entrar en su casa, pero no podía dejarla volver a casa andando con un corte en la planta del pie; estaba casi seguro de que requeriría puntos, aunque no se lo mencionó a Pip.

– Es posible que tu madre se enfade con los dos, pero voy a llevarte a mi casa para limpiarte la herida.

– ¿Dolerá? -preguntó la niña en tono angustiado.

Matt le dirigió una sonrisa tranquilizadora mientras la llevaba hacia la casa y Mousse los seguía. Dejó los utensilios de pintura en la playa sin pensárselo dos veces.

– No tanto como los gritos de tu madre -repuso para hacerla reír.

Sin embargo, ambos advirtieron que estaban dejando un reguero de sangre en la arena mientras Matt caminaba por la duna con Pip en brazos. En pocos instantes llegó a la puerta principal y fue derecho a la cocina. También dejaron un rastro de sangre en el suelo de la casa. La sentó en una silla, le levantó el pie con cuidado y lo apoyó contra el fregadero. Al cabo de unos segundos había sangre por todas partes, incluido él mismo.

– ¿Tendré que ir al hospital? -inquirió Pip, nerviosa, los ojos enormes en el rostro pálido-. Una vez Chad se abrió la cabeza, sangró mucho y le tuvieron que poner muchos puntos.

No le contó que la causa había sido una rabieta que lo había impulsado a golpearse la cabeza contra la pared. Por aquel entonces tenía unos diez años, y ella seis, pero recordaba el episodio con toda claridad. Su padre había gritado a su madre por ello, y también a Chad. Y su madre había llorado. Una escena muy desagradable.

– Vamos a echar un vistazo.

La herida tenía tan mal aspecto como en la playa. Matt levantó a Pip, la sentó en el borde del fregadero y le mojó el pie con agua fría, lo que le sentó bien, aunque el agua se escurrió por el desagüe teñida de rojo brillante.

– Bueno, amiga mía, vamos a envolvértelo en una toalla.

Cogió un paño limpio de un colgador, y Pip reparó en que tenía una cocina cálida y acogedora; todo cuanto contenía parecía viejo y gastado, lo cual no hacía más que acentuar su encanto.

– Y después de envolverlo, creo que deberíamos volver a tu casa con tu madre. ¿Está en casa?

– Sí.

– Perfecto. Te llevaré en coche para que no tengas que ir a pie, ¿te parece bien?

– Sí… ¿Y luego tendremos que ir al hospital?

– A ver qué dice tu madre. A menos que quieras que te corte la pierna aquí mismo. Solo será un momento si es que Mousse no se mete en medio.

El perro estaba obedientemente sentado en un rincón, observándolos a los dos en silencio. Pip rió la broma de Matt, pero seguía muy pálida, y él estaba convencido de que el pie le dolía horrores. Tenía razón, pero la niña no quería reconocerlo; estaba procurando por todos los medios mostrarse valiente.

Matt le envolvió el pie en un paño tal como había prometido, volvió a alzarla en volandas, cogió las llaves del coche y salió por la puerta trasera seguido de Mousse, que saltó a la parte trasera del coche familiar en cuanto Matt abrió la puerta. Cuando acomodó a Pip en el asiento delantero, el paño ya estaba considerablemente empapado en sangre.

– ¿Está muy mal, Matt? -preguntó la niña durante el trayecto.

– No, pero tampoco muy bien -repuso él en un intento de parecer despreocupado-. La gente no debería dejar vidrios en la playa.

El cristal le había cortado la carne como un cuchillo y así era el dolor.

Llegaron a casa de Pip en menos de cinco minutos. Matt la llevó adentro, con Mousse pisándole los talones. Su madre estaba en el salón y se sobresaltó al ver a su hija en brazos de Matt.

– ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien, Pip? -exclamó Ophélie con expresión inquieta mientras se acercaba a ellos.

– Sí, mamá, pero me hecho un corte en el pie.

Las miradas de Matt y Ophélie se encontraron. Era la primera vez que la veía desde el día en que insinuara que era un pederasta.

– ¿Está bien? -le preguntó Ophélie, reparando en el cuidado que Matt ponía al depositarla en el sofá y quitarle el improvisado vendaje.

– Creo que sí, pero debería usted echarle un vistazo.

No quería decirle delante de Pip que creía que necesitaría puntos, pero en cuanto Ophélie vio la herida, llegó a la misma conclusión.

– Será mejor que vayamos al médico. Creo que tendrán que ponerte puntos, Pip -explicó Ophélie con calma.

Los ojos de Pip se inundaron de lágrimas, y Matt le dio una palmadita en el hombro.

– Puede que solo un par -la tranquilizó en voz baja, acariciándole con suavidad los sedosos rizos.

Pero en aquel momento, el suceso hizo por fin mella en Pip, que rompió a llorar pese a su voluntad de mostrarse valiente en presencia de Matt. No quería que la tomara por una cobardica.

– Primero te lo dormirán; a mí me pasó lo mismo el año pasado. No te dolerá.

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