El fin de semana transcurrió sin sobresaltos. Andrea había prometido volver a verlas, pero al final llamó para decir que el bebé estaba resfriado. El domingo por la tarde, Pip ardía en deseos de ver a Matt. Su madre se pasó la tarde durmiendo en la terraza y, después de observarla en silencio durante una hora, Pip bajó a la playa con
– ¿Somos
Matthew se sobresaltó. No la había oído acercarse y se volvió para mirarla con una sonrisa. No esperaba verla hasta después del fin de semana, cuando su madre volviera a la ciudad, pero a todas luces estaba contento de verla.
– Puede ser, amiga mía. Qué sorpresa tan agradable.
– Mi madre está dormida, y yo no tenía nada que hacer, así que he decidido venir a verle.
– Me alegro. ¿No se preocupará cuando se despierte?
Pip meneó la cabeza, y Matthew sabía lo suficiente de su historia para comprender.
– A veces duerme todo el día. Creo que se siente mejor así.
No cabía duda de que la madre de Pip estaba deprimida, pero a Matthew ya no le extrañaba. ¿Quién no estaría deprimido después de perder a su marido y a su hijo? El único problema más grave que veía era el hecho de que la depresión de la madre dejaba a la niña sola, sin nadie con quien hablar salvo su perro.
Pip se sentó en la arena junto a él y lo observó un rato mientras pintaba. Luego se acercó a la orilla para buscar conchas seguida de
– ¿Por qué está mirando a mi hija? ¿Y por qué aparece en su cuadro?
Ophélie había asociado al instante al artista con los dibujos que Pip había llevado a casa. Había bajado a la playa pública para averiguar a qué se dedicaba Pip en sus largas excursiones. No sabía cómo ni por qué, pero estaba convencida de que aquel hombre formaba parte de ellas y, al ver a su hija y al perro en el cuadro, cualquier duda que pudiera quedarle se disipó.
– Tiene una hija encantadora, señora Mackenzie. Debe de estar muy orgullosa de ella -señaló Matthew con una calma mayor de la que sentía.
Lo cierto era que la mirada penetrante de la mujer lo incomodaba. Intuía lo que estaba pensando y sentía deseos de tranquilizarla, pero al mismo tiempo temía que ello despertara sospechas aún más tenebrosas.
– ¿Sabe usted que solo tiene once años? -espetó Ophélie.
Resultaría difícil echarle más, pues en todo caso parecía más pequeña, pero Ophélie no imaginaba qué podía querer aquel hombre de Pip y de inmediato sospechó que albergaba malas intenciones. Aquel cuadro en apariencia inocente bien podía ser la tapadera de algo mucho más escabroso. Podría haberla raptado o algo peor, y Pip era demasiado inocente para entenderlo.
– Sí -asintió Matthew en voz baja-, me lo dijo ella.
– ¿Por qué habla con ella? ¿Y por qué dibuja con ella?
Matthew quería contarle que su hija se sentía terriblemente sola, pero guardó silencio. Por entonces, Pip ya había visto a su madre hablando con él y se acercó a toda prisa con un puñado de conchas. De inmediato escudriñó el rostro de su madre para averiguar si se había metido en un lío, y enseguida comprobó que no era así, pero que Matt sí estaba en un apuro. Su madre parecía asustada y enfadada, y Pip sintió el impulso de proteger a su amigo.
– Mamá, este es Matt -lo presentó como si pretendiera conferir cierta formalidad y respetabilidad a la situación.
– Matthew Bowles -añadió este, al tiempo que tendía la mano a Ophélie.
Sin embargo, ella no se la estrechó, sino que se limitó a mirar de hito en hito a su hija con una expresión incendiaria en los ojos ambarinos. Pip sabía bien lo que significaba aquella cara. Su madre casi nunca se enfadaba con ella, sobre todo últimamente, pero ahora lo estaba.
– Te tengo dicho que no hables nunca con desconocidos, ¡nunca! ¿Me has entendido? -espetó antes de volverse hacia Matt con ojos llameantes-. Este tipo de comportamiento tiene varios nombres -lo increpó-, y ninguno de ellos agradable. Es una vergüenza que aborde a una niña en la playa y se haga amigo de ella, utilizando su supuesto arte para atraerla. Si vuelve a acercarse a ella, llamaré a la policía, ¡lo digo en serio! -gritó.