Читаем Un Puerto Seguro полностью

Matthew adoptó una expresión dolida. Pip, por su parte, estaba indignada y resuelta a defenderlo.

– ¡Es mi amigo! Lo único que hemos hecho es dibujar juntos. No ha intentado llevarme a ninguna parte. He bajado a la playa para verlo.

Pero Ophélie sabía la verdad o al menos eso creía. Sabía que un hombre como aquel conseguiría que Pip se sintiera a gusto con él para luego hacer con ella Dios sabe qué o llevársela a Dios sabe dónde.

– No volverás a bajar aquí, ¿me has entendido? Tu entends? Je t'interdis!

Te lo prohíbo. La furia hacía aflorar su lengua materna. Ophélie ofrecía un aspecto extremadamente galo mientras descargaba su enojo contra ambos, un enojo nacido del miedo, algo que Matt comprendía bien.

– Tu madre tiene razón, Pip, no deberías hablar con desconocidos -comentó antes de girarse hacia Ophélie-. Le pido disculpas. No pretendía trastornarla y le aseguro que nuestra relación es del todo respetable. Comprendo su inquietud; tengo hijos solo un poco mayores que ella.

– ¿Y dónde están? -replicó Ophélie con suspicacia e incredulidad.

– En Nueva Zelanda -respondió Pip por él, lo cual no contribuyó precisamente a mejorar la situación, pues Matthew veía a las claras que Ophélie no los creía.

– No sé quién es usted ni por qué ha estado hablando con mi hija, pero espero que entienda que hablo en serio. Llamaré a las autoridades y lo denunciaré si la anima a volver a venir a verlo.

– Ha quedado muy claro -repuso Matt con cierta sequedad.

En otras circunstancias, le habría hablado con mayor dureza, porque Ophélie se estaba mostrando más que insultante, pero no quería trastornar a Pip siendo grosero con su madre. Además, merecía cierta indulgencia en atención a todo lo que había pasado, aunque la había agotado casi toda con sus últimas palabras. Nadie lo había acusado jamás de semejante vileza. Sin lugar a dudas, era una mujer furiosa.

En aquel momento, Ophélie señaló hacia su casa, y Pip miró por encima del hombro con los ojos inundados de lágrimas que empezaron a rodar por sus mejillas. Matt ardía en deseos de abrazarla, pero no podía.

– No pasa nada, Pip, lo entiendo -la tranquilizó en voz baja.

– Lo siento -sollozó ella mientras su madre seguía señalando.

Incluso Mousse parecía abatido, como si intuyera que se había producido una situación incómoda. Acto seguido, Ophélie cogió a Pip de la mano y echó a andar con firmeza mientras Matt las seguía con la mirada. Compadecía a la niña a la que había cobrado afecto en tan poco tiempo, y por un instante experimentó el impulso de zarandear a su madre. Comprendía su preocupación, pero era infundada, y era evidente que Pip necesitaba a alguien con quien hablar. Quizá su madre no había comido mucho en los últimos meses, pero era Pip quien se estaba muriendo de hambre.

Guardó las pinturas y el cuadro, plegó el taburete y el caballete, y se dirigió hacia su casita cabizbajo y ceñudo para dejar allí los utensilios. Al cabo de cinco minutos salió en dirección a la laguna para sacar la barca. Sabía que necesitaba navegar para despejarse. Navegar siempre lo había apaciguado.

En el trayecto de vuelta al tramo de playa perteneciente a la urbanización, Ophélie interrogó a su hija.

– ¿Es eso lo que has estado haciendo cada vez que desaparecías? ¿Cómo lo conociste?

– Lo vi pintar -repuso Pip sin dejar de llorar-. Es una buena persona, lo sé.

– No sabes nada de él, es un desconocido. No sabes si lo que te ha contado es verdad, no sabes nada. ¿Te ha pedido alguna vez que fueras a su casa? -le preguntó con expresión aterrada, apenas capaz de imaginar las posibilidades que ello implicaba.

– Claro que no. No tenía intención de matarme ni nada. Me enseñó a dibujar las patas traseras de Mousse, nada más. Y luego una barca.

A Ophélie no le preocupaba la posibilidad de que la matara. Pip era una niña inocente a la que un hombre podía fácilmente violar, raptar o torturar. Una vez se hubiera granjeado la confianza de Pip, podría haberle hecho cualquier cosa. La idea aterrorizaba a Ophélie, y las protestas de Pip no significaban nada para ella. Solo tenía once años y no comprendía los peligros potenciales que entrañaba trabar amistad con un desconocido del que no sabía nada.

– Quiero que te mantengas alejada de él -le ordenó de nuevo-. Te prohíbo que salgas de casa sin un adulto, y si no lo entiendes volveremos a la ciudad.

– Has sido muy antipática con mi amigo -señaló Pip, de repente enfadada, no solo triste.

Había perdido a tantas personas a las que quería, y ahora también a su nuevo amigo. Era el único amigo que había hecho en todo el verano y, de hecho, desde hacía mucho tiempo.

– No es amigo tuyo, es un desconocido, no lo olvides. Y no discutas más.

Recorrieron el resto del camino en silencio, y cuando llegaron a casa Ophélie envió a Pip a su habitación y llamó a Andrea. Su amiga escuchó su trastornada explicación, y después de oír la historia empezó a hacer preguntas en tono de abogada.

– ¿Vas a llamar a la policía?

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