Читаем Un Puerto Seguro полностью

En los últimos tiempos, Andrea casi siempre la veía desaliñada, y a veces pasaba días enteros sin vestirse. Se duchaba, eso sí, pero luego se ponía tejanos y un jersey viejo, y se pasaba la mano por el cabello en lugar de peinárselo, excepto cuando iba a terapia. Pero lo cierto era que casi nunca iba a ninguna parte, no tenía motivo para ello. Se limitaba a llevar a Pip a la escuela, para lo cual tampoco se peinaba. Andrea consideraba que ya había transcurrido suficiente tiempo, que ya era hora de ponerse las pilas. Pasar el verano en Safe Harbour había sido idea suya e incluso les había encontrado la casa a través de un agente inmobiliario al que conocía. Se alegraba de haberlo hecho, pues al mirar a Pip e incluso a su madre comprendía que había acertado en su decisión. Ophélie ofrecía un aspecto más saludable que en todo el último año, y por una vez llevaba el cabello peinado, o casi. A pesar suyo, estaba bronceada y guapa.

– ¿Qué harás cuando vuelvas a la ciudad? No puedes quedarte encerrada en casa todo el invierno.

– Sí que puedo -replicó Ophélie con una carcajada descarada-. Puedo hacer lo que me venga en gana.

Ambas sabían que era cierto. Ted le había dejado una inmensa fortuna, aunque Ophélie no hacía ostentación de ella. Era un contraste irónico con los apuros que habían pasado los primeros años. En una época habían vivido en un piso de un dormitorio en un barrio espantoso. Los niños compartían la habitación mientras Ted y Ophélie utilizaban el sofá cama del salón. Ted había transformado el garaje en su laboratorio. Por curioso que pareciera, pese a las estrecheces y las preocupaciones, aquellos habían sido sus años más felices. Las cosas se complicaron sobremanera en cuanto Ted alcanzó la cima en su profesión, pues el éxito le provocaba mucho más estrés que los apuros económicos.

– No dejaré de darte la paliza si me vuelves a salir con el rollo de recluirte cuando vuelvas a la ciudad -amenazó Andrea-. Te obligaré a salir al parque con William y conmigo. Deberíamos ir a Nueva York para el inicio de la temporada del Met. -Ambas adoraban la ópera y habían ido juntas en varias ocasiones-. Te sacaré de casa a rastras si es necesario.

En aquel momento, el bebé se removió un poco antes de tranquilizarse de nuevo, emitiendo los gorjeos típicos de los más pequeños. Ambas mujeres lo miraron con una sonrisa, y su madre lo dejó seguir durmiendo acurrucado junto a su pecho, lo que más gustaba tanto al niño como a ella.

– No me cabe la menor duda -dijo Ophélie en respuesta a la amenaza de su amiga.

Al cabo de unos minutos, Pip entró en la casa con Mousse. En las manos llevaba una colección de piedras y conchas que depositó con cuidado sobre la mesita de café, junto con cantidades industriales de arena. Sin embargo, Ophélie no dijo nada mientras Pip exhibía su botín con orgullo.

– Son para ti, Andrea, puedes llevártelas a casa.

– Genial. ¿Puedo llevarme también la arena? -bromeó-. ¿Cómo te va, Pip? ¿Has conocido a otros niños por aquí? -preguntó, preocupada por Pip además de por su madre.

Pip se encogió de hombros. A decir verdad, no había conocido a nadie. Casi nunca veía a gente en la playa, y su madre vivía en tal reclusión que tampoco había conocido a otras familias.

– Tendré que venir más a menudo para dar un poco de caña. Tiene que haber otros niños veraneando aquí. Habrá que encontrarlos.

– Estoy bien -aseguró Pip, como de costumbre.

Nunca se quejaba; carecía de sentido, pues sabía que nada cambiaría. Su madre no era capaz de hacer nada más de lo que hacía por el momento. Quizá las cosas mejoraran algún día, pero desde luego, ese día no había llegado aún, y Pip lo aceptaba. Era mucho más sabia de lo que correspondía a su edad, y los últimos nueve meses la habían obligado a hacerse adulta.

Andrea se quedó hasta última hora de la tarde, justo antes de la cena. Quería llegar a casa antes de que la niebla lo invadiera todo. Habían reído y hablado, Pip había jugado con el bebé y le había hecho cosquillas. Estuvieron sentadas en la terraza, tomando el sol, y, en definitiva, fue una tarde amigable, deliciosa. Pero en cuanto Andrea y el pequeño se marcharon, la casa volvió a parecer triste y vacía. Andrea era una presencia tan poderosa que su ausencia producía la impresión de que la situación era peor que antes. A Pip le encantaba su vitalidad, y estar con ella siempre le resultaba emocionante, al igual que a Ophélie. Su madre era incapaz de mostrarse animada, pero Andrea tenía fuerza suficiente para todos.

– ¿Quieres que alquile una película? -sugirió Ophélie, solícita.

Hacía meses que no pensaba siquiera en tales cosas, pero la visita de Andrea le había infundido energía.

– No hace falta, mamá, miraré la tele -repuso Pip en voz baja.

– ¿Seguro?

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