A raíz de aquellos acontecimientos, por primera vez en la historia de la exploración solarista, se levantaron voces que exigían el empleo de armas termonucleares. En realidad, eso hubiera sido más cruel que la venganza: destruir algo que no éramos capaces de comprender. Tsanken era el segundo del grupo de reserva de Giese; se salvó gracias al error de un transmisor automático que había marcado erróneamente la posición de la simetriada que examinaba el resto del equipo; Tsanken estaba perdido, volando sobre el océano, y solo acudió al lugar de la explosión unos minutos después de que se produjera. Mientras volaba, le dio tiempo a ver el hongo negro. En el momento de tomar una decisión, Tsanken amenazó con hacer explotar la Estación, en la que había diecinueve personas a bordo, incluido él mismo; aunque nunca se reconociera oficialmente que aquel ultimátum suicida influyó en el resultado de la votación, se puede suponer que así fue.
Sin embargo, la época de numerosas expediciones visitando el planeta pertenece ya al pasado. La propia Estación — cuya construcción fue supervisada desde los satélites, siendo una obra de ingeniería a una escala tal que la Tierra podría sentirse orgullosa, si no fuera porque el océano, en cuestión de segundos, es capaz de escupir construcciones millones de veces más grandes— fue concebida como un disco de doscientos metros de diámetro, con cuatro pisos en el centro y dos en los laterales, suspendido entre quinientos y mil quinientos metros por encima del océano gracias a la energía aniquiladora de los gravitadores; además, todos los aparatos propios de cualquier estación y de los grandes sateloides de otros planetas se equiparon con unos detectores de radar especiales, destinados a ejercer una fuerza adicional ante cualquier cambio en la planicie del océano, de forma que el disco de acero se elevara hacia la estratosfera en cuanto se detectaran los primeros síntomas del nacimiento de una nueva creación.
Ahora la Estación estaba prácticamente deshabitada. Desde que los autómatas fueran encerrados — por motivos que aún desconozco— en los almacenes del sótano, uno podía circular por los pasillos sin encontrarse con nadie, como en el naufragio de un buque a la deriva cuya maquinaria hubiera sobrevivido al exterminio de su tripulación.
Mientras colocaba el noveno volumen de la monografía de Giese en la estantería me pareció que el acero, cubierto por una capa de blanda espuma plástica, temblaba bajo mis pies. Me quedé inmóvil, pero el temblor no se repitió. La biblioteca estaba perfectamente aislada del resto del edificio, así que solo podía haber una causa para esa sacudida: el despegue de un cohete de la Estación. Aquel pensamiento me devolvió a la realidad. Aún no me había decidido del todo a volar, tal como me había pedido Sartorius. Fingiendo que aceptaba sus planes al pie de la letra, lo único que conseguía era aplazar la crisis; estaba casi convencido de que la confrontación se produciría, porque estaba decidido a hacer todo lo posible para salvar a Harey. La cuestión era si Sartorius tenía posibilidades de éxito. Su ventaja sobre mí era inmensa: como físico conocía el problema diez veces mejor que yo y lo único con lo que, paradójicamente, yo podría contar, sería la perfección de las soluciones que nos brindaba el océano. Pasé la siguiente hora revisando minuciosamente los microfilms, intentando pescar cualquier cosa comprensible del mar de infernales matemáticas, a cuyo lenguaje recurría la física de procesos de neutrinos. En un principio, la búsqueda me pareció desesperante porque había nada más y nada menos que cinco teorías acerca de los campos de neutrinos, a cual más ininteligible: señal inequívoca de que ninguna era perfecta. No obstante, al final, conseguí encontrar algo prometedor. Estaba anotando las fórmulas cuando alguien llamó a la puerta.
Me acerqué rápidamente y la abrí tapando el hueco con mi cuerpo. Vi la cara de Snaut, reluciente por el sudor. Detrás de él, el pasillo estaba vacío.
— Ah, eres tú —dije, entreabriendo la hoja —. Entra.
— Sí, soy yo — contestó. Tenía la voz ronca y bolsas bajo sus enrojecidos ojos; llevaba puesto un reluciente delantal antirradiactivo de goma, con tirantes elásticos; por debajo le sobresalían las sucias perneras de su pantalón de siempre. Recorrió con la vista la sala circular, iluminada uniformemente, y se quedó inmóvil al ver a Harey, al fondo, de pie junto a la butaca. Intercambiamos una rápida mirada, entorné los ojos, él hizo una leve reverencia y yo, empleando un tono sociable, dije:
— Es el doctor Snaut, Harey. Snaut, ella es Harey… mi mujer.
— Soy… un miembro de la tripulación muy poco visible y por eso… — la pausa se alargó peligrosamente —, no he tenido ocasión de conocerla… — Harey sonrió, alargó la mano que él, a mi modo de ver con cierta estupefacción, estrechó. Parpadeó varias veces y permaneció de pie, mirándola hasta que lo tomé del hombro.