Me apetecía repasar las publicaciones referentes a la problemática de campo y a los sistemas de neutrinos antes de hacer lo que me pedía Sartorius. No sabía aún cómo lograría abarcarlo todo, pero decidí controlar su trabajo. Se me ocurrió que el aún inexistente aniquilador de neutrinos podría liberar a Snaut y a Sartorius, mientras Harey y yo esperábamos en el exterior, a bordo de la nave, por ejemplo, el fin de la «operación». Elucubré durante un rato delante del gran catálogo electrónico, formulándole preguntas a las que contestaba con un lacónico «No existe bibliografía»; a veces, en cambio, me ofrecía la posibilidad de adentrarme en una jungla de trabajos especializados de física, imposibles de abarcar. Sin embargo, tenía pocas ganas de abandonar aquel enorme espacio circular de paredes lisas, cubierto de una amplia cuadrícula de cajones llenos de microfilms y de grabaciones electrónicas. La biblioteca, que ocupaba el mismo centro de la Estación, carecía de ventanas y era el lugar mejor aislado en el seno del caparazón de acero. Quizás por eso me encontraba tan bien allí, pese al aparente fracaso de mis pesquisas. Vagué por la gran sala hasta dar con una gigantesca estantería, llena de libros, que llegaba hasta el techo. No solo era un lujo — dudoso, dicho sea de paso —, sino una conmemoración y una muestra de respeto hacia los pioneros de la exploración solarista: los estantes soportaban el peso de unos seiscientos tomos de todas las obras clásicas en la materia, empezando por la monumental — aunque en su mayor parte ya anticuada— monografía de Giese en nueve volúmenes. Me dediqué a sacar aquellos ladrillos, que inmediatamente hacían caer mi brazo, y a hojearlos con desgana, sentado en el brazo del sillón. Harey también encontró un libro del que, por encima de su hombro, leí unas cuantas líneas. Se trataba de uno de los pocos libros pertenecientes a la primera expedición, quizás en su momento propiedad del propio Giese: