Читаем Solaris полностью

Durante un tiempo, fue muy difundida la opinión (popularizada fervorosamente por la prensa diaria) de que el océano pensante que cubría todo Solaris era un cerebro gigante que superaba a nuestra civilización en millones de años de desarrollo, una especie de «yogui cósmico», un sabio, la omnisciencia personalizada que hacía mucho que había asumido la vanidad de cualquier acción y que, por ese motivo, mantenía ante nosotros un silencio categórico. Pero aquello no era más que otro error, dado que el océano vivo actuaba, ¡y de qué manera! Con la salvedad de que se regía por conceptos diferentes a los del ser humano y, por tanto, no construía ciudades, ni puentes, ni máquinas voladoras; no intentaba conquistar el espacio, ni surcarlo (algunos defensores de la superioridad del ser humano veían en ello una preciosa ventaja del hombre sobre el océano); en cambio, de lo que sí se ocupaba era de implementar miles de transformaciones: era la llamada «auto-metamorfosis ontológica»; ¡como si no tuviéramos ya suficientes términos científicos en las páginas de las obras solaristas! Puesto que el hombre que lee, a fondo y diríase que obstinadamente, todo lo publicado en relación con Solaris alberga la irresistible sensación de estar tratando con fragmentos de constructos intelectuales, quizás geniales, mezclados sin ton ni son con los frutos de una completa estupidez rayana en la locura, acabó surgiendo, como antítesis del concepto de «océano yogui», la idea del «océano autista».

Aquellas hipótesis exhumaron y revivieron uno de los más antiguos problemas filosóficos de la humanidad: la relación entre la materia y el espíritu, la consciencia. Hizo falta una buena dosis de coraje para, como hizo Du Haart por vez primera, dotar al océano de una conciencia. Aquel problema, calificado precipitadamente por los metodólogos como metafísico, latía en el fondo de casi todas las discusiones y disputas sobre el tema. ¿Es posible el pensamiento carente de consciencia? ¿Es posible calificar como pensamiento a los procesos que discurren en el seno de un océano? ¿Es una montaña una piedra de enormes dimensiones? ¿Es el planeta una montaña inmensa? Sin duda, podemos utilizar a nuestro antojo esta terminología, pero la nueva escala de magnitud introduce en escena nuevas regularidades y fenómenos nuevos.

Este problema se convirtió en la moderna cuadratura del círculo. Todo pensador que se preciase demostraba su independencia intentando aportar algo a la tesorería de la solarística; por tanto, se multiplicaban las teorías según las cuales el océano era el resultado de una degeneración, de un retroceso acaecido tras su fase de «esplendor intelectual»; también se decía que el océano era, en realidad, un tumor que, nacido en el seno de los habitantes primigenios del planeta, acabó devorándolos y los absorbió, fundiendo sus restos en un elemento extracelular, autorrejuvenecedor, eterno.

Bajo la blanca luz de los fluorescentes, similar a la luz terrestre, aparté de la mesa los instrumentos y los libros que la atestaban y, tras desplegar sobre el tablero el mapa del planeta Solaris, me dediqué a examinarlo mientras me apoyaba con los brazos sobre los listones de metal que lo bordeaban. El océano vivo poseía sus bajíos y sus simas, sus depresiones y sus islas, cubiertas con una fina capa de minerales erosionados. No en vano, una vez fueron su fondo; ¿o quizás también el océano controlaba la aparición y la ocultación de las formaciones rocosas sumergidas en su seno? Observaba los gigantescos hemisferios trazados sobre el mapa, coloreados en diferentes tonalidades de violeta y celeste, y entonces experimenté un asombro conmovedor, el mismo que me sobrevino de niño, en la escuela, cuando me enteré de la existencia de Solaris.

No sé de qué forma todo lo que me rodeaba, junto con el misterio de la muerte de Gibarian e incluso mi futuro incierto, dejó de tener importancia. Seguí allí, sin pensar en nada, absorto en la contemplación extasiada de aquel mapa capaz de aterrorizar a cualquier ser racional.

Sus diferentes capas llevaban el nombre de los investigadores que habían dedicado su vida entera a explorarlas. Mientras examinaba las aguas del mar de Thexall, que rodean los archipiélagos ecuatoriales, tuve la sensación de que alguien me estaba observando.

Seguí inclinado sobre el mapa, pero ahora ya no lo veía. Estaba totalmente paralizado. Justo enfrente de mí tenía la puerta, bloqueada por las cajas y por el pequeño armario. Es un autómata, pensé, aunque antes no había ninguno en la habitación ni parecía probable que hubiera podido entrar sin que yo me percatara. La piel de la nuca y de la espalda empezó a arderme. La sensación de una mirada pesada e inmóvil me resultaba insoportable. No me di cuenta de que, al esconder la cabeza entre los hombros, me apoyaba cada vez con mayor fuerza contra la mesa que, poco a poco, se deslizaba; ese movimiento, de alguna manera, me liberó. Me giré bruscamente.

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