Pero Quantrell se detuvo. Estaba con la boca abierta, mirando hacia la ciudad.
—¡La ciudad! — dijo en voz baja.
—Sí. Entremos en ella.
Alan estaba impaciente. Echó a andar para» cruzar el puente. Después de haber caminado tres o cuatro pasos se dio cuenta de que no le seguía Quantrell. Volvióse y vio que el otro astronauta estaba plantado donde se habían detenido, contemplando la ciudad terrestre como si estuviera bajo los efectos de un narcótico.
—¡Qué grande es! — exclamó Quantrell —. ¡Demasiado grande!
—¿Qué te pasa, Kevin?
—Déjalo en paz —murmuró
Alan observó con asombro que Quantrell daba tres pasos atrás. Su cara mostraba una expresión de pasmo.
Se serenó, meneó la cabeza y dijo:
—¿De veras quieres ir, Donnell?
—¡Claro que sí!
Alan miró a su alrededor. Estaba nervioso por si le había visto algún compañero de la
Quantrell, tras hacer un esfuerzo que le puso la cara colorada, pudo decir:
—No puedo ir contigo. Es que… es que… Es que tengo miedo, Donnell. Esta ciudad es demasiado grande.
Y el chico se fue por donde había venido.
Alan estuvo un rato mirando cómo se alejaba.
—¡Mira que tener miedo!
—Es demasiado grande la ciudad —dijo
—¡Yo qué voy a tener miedo! —respondió Alan de un modo que se podía dudar de su sinceridad—. Pasaré. Estoy deseando verme en la ciudad. Yo no huyo como Steve. Yo voy a buscar a mi hermano, voy a ver si encuentro algo de la obra de Cavour. ¡Y volveré con ambas cosas!
—Mucho te propones, Alan.
—¡Pues eso, y más, he de hacer!
Alan anduvo unos pasos más y se detuvo junto al puente. El sol de mediodía hacía que el largo arco del puente pareciese una cinta dorada sobre el cielo. Un rótulo luminoso indicaba el paso para peatones. Corrían los automóviles en todas direcciones, envenenando el aire con los escapes de gas.
El joven empezó a cruzar el puente. Miró atrás por última vez. Kevin había desaparecido de la vista. El Recinto parecía un cementerio.
Siguió andando.
¡La ciudad terrestre le esperaba!
Capítulo V
Después de salir del puente se detuvo un instante a contemplar la increíble inmensidad de la ciudad que tenía ante sus ojos. Estaba maravillado.
—¡Qué grande es! —dijo—. Nunca he estado en una ciudad tan grande.
—Has nacido en ella — le recordó
Alan se echó a reír.
—Pero sólo me dejaron estar en ella un par de semanas, a lo sumo, y de esto hace trescientos años. Ha de haber crecido el doble desde entonces. Y…
—¡Circule! — bramó una voz detrás de él.
Volvióse Alan y vio a un hombre alto, con cara de pocos amigos, que estaba sobre una plataforma que dominaba la calle. Vestía un uniforme gris plata con galones luminescentes en las mangas.
—Está usted interrumpiendo la circulación — dijo el hombre alto.
Hablaba con un acento extraño, muy marcado, y pronunciaba las palabras guturalmente. A Alan le costaba bastante trabajo entenderle. El lenguaje que se hablaba a bordo de la nave no cambiaba nunca; el que se hablaba en la Tierra estaba evolucionando constantemente.
—¡Vuélvase usted al Recinto o siga andando, si no quiere que le imponga una multa!
Alan dio dos pasos al frente para acercarse al hombre.
—¡Oiga, amigo! ¿Se puede saber quién…?
—Es un policía —le musitó al oído
El muchacho dominó su cólera, saludó al policía con una inclinación de cabeza y siguió andando. Era un forastero y sabía que no podía esperar que le tratasen con la misma afabilidad que sus jefes y compañeros a bordo de la nave.
Estaba en una ciudad, en una ciudad terrestre llena de gente. Esta gente no había estado en las estrellas e ignoraban cómo se vivía en ellas. No creían que tuvieran que ser corteses con los moradores de los otros mundos.
Alan llegó a un cruce. Allí empezaron sus dudas. ¿Por dónde tenía que seguir? Había supuesto que encontraría a Steve tan fácilmente como si ambos estuvieran en la nave. Lo encontraría en la Cubierta A o en la Cubierta B… Pero se estaba dando cuenta Alan de que en las ciudades no existía una organización tan perfecta como en las astronaves.
Una calle ancha y larga se extendía paralela al río. Las casas que en ella se veían estaban ocupadas por almacenes y oficinas. Delante de Alan había una avenida —que parecía ser la mayor; arteria de la ciudad— por la que pasaba mucha gente y muchos vehículos. Cuando para dejar paso a los peatones, se pararon los automóviles —los cuales eran de tamaño pequeño y tenían forma de proyectil—, Alan cruzó la calle que miraba al río para trasladarse a la avenida.
Pensaba el joven que quizás en el Ayuntamiento llevarían un registro de ciudadanos. Si Steve vivía en la ciudad, lo encontraría, y si no…