Читаем En el primer cí­rculo полностью

El interior del vagón no estaba "boxeado": dividido en diez "boxes" de acero como otros. Era de la variedad "general", no para conducir prisioneros de investigación sino los ya sentenciados; por ello, las tres toneladas que pesaba se aprovechaban mucho más en términos de carga humana. Al fondo, dos puertas de acero con pequeños enrejados, que servían como ventilación, limitaban un incómodo espacio donde los dos guardias que escoltaban a los prisioneros, una vez cerrada la puerta interior desde afuera, y la exterior desde adentro, y una vez dadas las órdenes por un tubo especial al chófer y al guardia que lo acompañaba, se sentaron pegados uno a otro con las piernas bajo el asiento. El espacio contenía un pequeño "box" para un posible rebelde. El resto del espacio tras el asiento del chófer era una trampa de ratones comunal y única, una caja de metal enana en la cual —así decían las normas— podían caber ni más ni menos que veinte personas. Pero si la puerta de acero se cerraba a fondo con alguna palanca, cabían más de veinte, aunque no muy cómodos que digamos...

Un banco rodeaba tres de las paredes del caza-ratones, dejando muy poco lugar en el medio. Los que podían se sentaban, pero no eran los más afortunados. Cuando el vagón estaba lleno, los otros y sus posesiones les apretaban las rodillas, ya incómodas de por sí, y los pies que pronto se dormían, y en el apretón no tenía sentido ofenderse ni disculparse: durante una hora iba a ser imposible hacer el menor movimiento y mucho menos cambiar de lugar. Una vez encajado dentro el último prisionero, los guardias se apoyaron en la puerta y el cerrojo funcionó.

Pero no cerraron bien la puerta exterior del fondo y de pronto alguien golpeaba el escalón posterior y una nueva sombra bloqueaba él enrejado de las puertitas anteriores.

—¡Hermanos! — resonó la voz de Ruska—. Voy a Butirskaia para que me interroguen. ¿Quién está allí? ¿A quiénes trasladan?

Una babel de voces explotó al instante. Los veinte gritaron su respuesta. Ambos guardias, a gritos, ordenaron a Ruska que se callara, y desde el umbral de su cuartel general Kilimentiev grito a los guardias que no fueran flojos dejando comunicarse a los prisioneros.

—¡Cállate, — rugió blasfemando alguien en el vagón.

Las cosas se fueron calmando y los zeks oyeron la lucha de los guardias, que se pisaban a sí mismo al tratar de meter a Ruska al "box".

—¿Quién te entregó, Ruska? — gritó Nerzhin,

—Siromaka.

—Esa porquería...

—¡Esa porquería! otra vez —pulularon las voces.

—¿Cuántos hay allí? — gritó Ruska.

—Veinte.

—¿Quiénes son?

Pero los guardias lo habían metido en el "box”.

—¿No tengas miedo, Ruska! Nos veremos en el campo.

Mientras la puerta de atrás seguía abierta, un poco de luz se filtraba en el vagón, pero ahora la cerraron y las cabezas de los guardias bloquearon los últimos rayos inciertos que venían de los dobles enrejados.

El motor rugió, el coche se estremeció, se movió y ahora, al mecerse sólo una chispa ocasional de luz reflejada cruzaba la cara de los zeks.

Los gritos de celda a celda, la chispa vital corriendo a través de la piedra y del hierro, siempre excita a los zeks.

Al rato el vagón paró. Habían llegado a los portones.

—¡Ruska!,-gritó un zek— ¿Te están pegando? La respuesta no vino en seguida; cuando llegó pareció muy lejana: —Sí me están pegando.

—¡Maldito sea Shiskin-Mishkin! —gritó Nerzhin—. ¡No cedas, Ruska! Otras voces gritaron y volvió la confusión.

Pasaron los portones y la carga se volcó de pronto a la derecha cuando el vagón dobló a la izquierda en la carretera.

El golpe hizo chocar con fuerza entre sí a Nerzhin y Gerasimovich. Se miraron tratando en vano de reconocerse en la oscuridad. Pero, sin duda, algo más que el apretón del vagón los unía estrechamente.

Ilia Joróbrov, más animado, habló:

—No se preocupen, muchachos, no sientan que nos vayamos. ¿Acaso era vida lo de la sharashka? Hay Siromakas por todas partes; uno de cada cinco es un delator. Ni hay tiempo de tirarse un pedo en el baño y el “policía" ya lo sabe Hace dos años que no teníamos domingos libres por culpa de esos canallas. Doce horas diarias de trabajo. Uno les da todo su cerebro y a cambio recibe veinte gramos de manteca!

Ahora ni siquiera podíamos escribir a casa. ¡Que se vayan al diablo! Y el trabajo: otro infierno!

Jorobrov, ahogado por su propia indignación, dejó de hablar. En el silencio que siguió, por encima del motor que ahora corría por el asfalto de la carretera, se oyó la respuesta tajante de Nerzhin:

—No Ilia Terentich, no es un infierno. ¡Nada de eso! Ahora vamos al infierno. Volvemos al infierno. La sharashkaes el círculo más alto, el mejor, el primer círculo del infierno casi el paraíso.

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