Pensaron en sus errores involuntarios o en las decisiones deliberadas que los habían traído a esta situación. Pensaron en dónde los mandarían, en lo que los esperaba allá y en cómo se arreglarían para vivir.
Cada uno se guardaba sus pensamientos, pero todos pensaban en algo fúnebre. Todos necesitaban esperanza, una palabra que les diera tranquilidad.
Por eso, cuando empezaron a hablar y alguien dijo que a lo mejor no los mandaban a ningún campo sino a otra
Hasta Cristo en el Jardín de Getsemaní; conociendo su amargo destino, rezó y tuvo esperanza.
Jorobrov trataba de arreglar la manija de su maleta, que se desprendía. Maldijo en voz alta:
—¡Qué perros, reptiles! Ni siquiera saben hacer una simple valija
Algún desgraciado quiso hacer economías; que Dios lo maldiga; Así que doblaron los extremos de un arco de acero y lo encajaron en los agujeros del mango. Mientras la valija esté vacía se mantiene pero en cuánto uno quiere poner algo adentro...
Se habían, caído unos ladrillos de una pared de la estufa (colocados sin duda, según el mismo principio de economía), y Jorobrov, furioso quiso usar parte de uno de ellos para volver a meter el arco de acero en los agujeros.
Nerzhin lo comprendía. Cada Vez que se topaba con la humillación, el descuido, la burla, la inutilidad, Jorobrov se sentía ultrajado. ¿Y como, era posible, en realidad, sentirse tranquilo ante tales cosas? ¿Acaso un lenguaje refinado podía expresar él grito de bestia de quien se siente herido? A punto de hundirse otra vez en la vida del camp, Nerzhin percibió el retorno de ese elemento tan importante en la libertad masculina: en cada cinco palabras que dijera había una blasfemia.
Romashev, en voz baja, informaba a los nuevos que ferrocarriles se usaban por lo general para llevar prisioneros a Siberia, y cuales eran las ventajas del sistema carcelario de tránsito de Kuibishev sobre los de Gorki y Kirov.
Jorobrov dejó de golpear; furioso, arrojó el ladrillo al suelo donde se deshizo en fragmentos rojos.
Nerzhin, como si su ropa de campamento le comunicara energía se levantó, exigió al guardia que llamara a Nadelashin y declaró a gritos:
—¡Teniente primero! Por la ventana vemos que están almorzando hace media hora. ¿Por qué no nos traen comida?. El teniente movió los pies con torpeza y replicó en tono de disculpa:
—Desde hoy ustedes no reciben raciones.
—¿Cómo que no las recibimos? — y alentado por el zumbido de descontento a sus espaldas, insistió—: dígale al jefe de la cárcel que no vamos a ninguna parte sin almorzar y nada de embarcarnos a la fuerza, tampoco.
—Muy bien, lo informaré — el teniente cedió en seguida y corrió, Culpable, hacia las autoridades.
Nadie se calló por cortesía; todos protestaron a voces. Los buenos meticulosos y gratuitos de la gente, libre, les parecía cosa de locos.
—¡Tiene razón!
! A hacerlos sudar!
—¡Esas ratas nos explotan!
—Miserables! Tres años de trabajo y nos quitan un almuerzo.
—¡No nos vamos y ya está! ¿Qué pueden hacernos ahora?
Hasta los que en la rutina diaria se habían mostrado tranquilos y sumisos a la autoridad, ahora eran audaces. El viento libre de la prisión de transito les azotaba la cara. Esta última oportunidad de comer carne significaba, no sólo el último estómago lleno antes de los meses y años de caldos sin sustancia, sino también el equivalente de su dignidad humana.
Y hasta los que sentían sus gargantas contraerse de aprensión y que no hubieran podido comer nada en ese momento, hasta ellos, olvidando su angustia, exigían el almuerzo.
Desde la ventana veían el caminito desde el cuartel general hasta la cocina. Y un camión apoyado en la pila de leña, con el fondo de un gran abeto, ramas y copa asomando por encima del camión. El oficial de víveres bajó por adelante y un guardia por atrás.
El teniente coronel había cumplido su palabra. Mañana o pasado colocarían el árbol de Navidad en el cuarto semicircular y los zeks —padres privados de sus hijos — se convertirían a su vez en niños, colgarían adornos (no ahorrarían el tiempo de trabajo para hacerlo) que ellos mismos habían fabricado. Colgarían el cestito de Clara y la brillante luna en su jaula de vidrio; los hombres con sus bigotes y barbas formarían círculo y aullando como lobos contra su destino, bailarían alrededor del árbol con amargas risas:
Vieron al guardia bajó la ventana, alejando a Prianchikov que trataba a los zeks sitiados y que gritaba algo, elevando los brazos al cielo.
Vieron a Nadelashin corriendo ansioso hacia la cocina y luego hacia el cuartel general, de vuelta a una y otro.
Y vieron también que habían sacado a Spiridon del almuerzo para descargar el abeto del camión. Iba limpiándose el bigote y ajustándose el cinturón.