Hollus había desaparecido a mitad de la tarde; él —no, ella: por amor de Dios, era una madre—… ella había comentado que precisaba atender a otra investigación. Empleé el tiempo para profundizar en las pilas de papeleo que tenía sobre la mesa y para reflexionar sobre lo que había hecho ayer. Alan Dershowitz, uno de mis columnistas favoritos, dijo en una ocasión: «Durante la oración es cuando experimento mis mayores dudas sobre Dios, y cuando miro a las estrel as es cuando doy el salto de fe.» Me preguntaba si…
El proyector de holoforma silbó dos veces. Me cogió por sorpresa; ese día no había esperado ver a Hollus de nuevo, pero al í estaba, la imagen agitándose para fijarse en mi despacho —y parecía más emocionada de lo que la había visto antes: los pedúnculos se agitaban con rapidez, y su torso esférico subía y bajaba como si una mano invisible lo hiciese botar.
—La última estrella que visitamos antes de l egar aquí —dijo Hollus tan pronto como se estabilizó la imagen—, fue Groombridge 1618, a unos dieciséis años luz de distancia. El segundo planeta de esa estrella albergó en su momento una civilización, como los otros mundos que hemos visitado. Pero los habitantes habían desaparecido.
Sonreí.
—Bienvenida.
—¿Qué? Sí, sí. Gracias. Pero ahora los hemos encontrado. Hemos encontrado a los habitantes perdidos.
—¿Justo ahora? ¿Cómo?
—Siempre que descubríamos un planeta aparentemente abandonado, realizábamos un análisis de todo el cielo. La suposición es bien simple: si los habitantes han abandonado su mundo, puede que lo hayan hecho por medio de una nave estelar. Y es probable que la nave espacial estuviese siguiendo el camino más corto entre el planeta y el posible destino, lo que implicaría que su l ama de fusión, asumiendo que está propulsada por fusión, puede que apunte al planeta original. Realizamos la comprobación en la dirección de cada estrella de clase F, G y K en 70 años luz terrestre alrededor de Groombridge, buscando una señal de fusión ¡artificial que se superponga al espectro de esas estrellas!
—¿Y encontrasteis algo?
—No. No, nunca. Hasta ayer. Claro está, guardamos todo el proyecto en los ordenadores. Saqué la información y escribí un programa para realizar una búsqueda mayor, buscando en toda estrel a de cualquier tipo, hasta quinientos años luz, años luz forhilnores, como unos 720 años luz terrestres. Y el programa lo encontró: una llama de fusión en una línea directa entre Groombridge y la estrel a Alfa Orionis.
Ésa sería la estrel a más brillante de Orion, que es…
—¿Betelgeuse? —dije—. ¿Te refieres a Betelgeuse? Pero es una supergigante roja ¿no? —Había visto la estrella innumerables veces en el cielo de invierno; formaba el hombro izquierdo de Orion, mi constelación favorita… creo que incluso el nombre significaba «hombro del cazador» en árabe.
—Betelgeuse, sí —afirmó Hollus.
—Es evidente que nadie se ¡mudaría a semejante estrella. Es imposible que tenga planetas habitables.
—Eso es exactamente lo que pensamos nosotros. Betelgeuse es la mayor estrella visible en el cielo nocturno de nuestros tres mundos; si la situásemos en el lugar del sol de la Tierra, su borde exterior se extendería más allá de la órbita de Marte. También es mucho más fría que Sol, Delta Pavonis o Beta Hydri; claro está, por esa razón brilla en rojo.
—¿A qué distancia está Betelgeuse? —pregunté.
—A cuatrocientos veintinueve años luz terrestres de Sol… y, claro, más o menos lo mismo desde Groombridge 1618.
—Es un camino muy largo.
—Es sólo la mitad de un uno por ciento del diámetro de nuestra galaxia.
—Aun así —dije—, no puedo imaginarme por qué iban a enviar una nave hasta al í.
—Ni nosotros tampoco. Betelgeuse es candidata a convertirse en supernova; está lejos de ser adecuada para una colonia.
—Entonces ¿por qué ir hasta allí?
—No lo sabemos. Evidentemente, es posible que la nave se dirija a un destino al otro lado de Betelgeuse, o que planee usar a Betelgeuse como parada de aprovisionamiento de combustible… es posible que sea más fácil recoger hidrógeno de la atmósfera exterior enrarecida de una supergigante roja de baja densidad. Y es obvio que la nave quiera usar Betelgeuse como honda gravitatoria, obteniendo un incremento de velocidad al dirigirse a otro destino.
—¿Encontrasteis pruebas de que los habitantes de Groombridge enviasen otras naves espaciales?
—No. Pero si alguna de el as ha cambiado de rumbo, aunque sea por poco, de forma que la llama de fusión no apunte directamente hacia el planeta, no podríamos detectarlas.
—¿Cuánto hace que se lanzó el arca? ¿Y cuánto tiempo pasará antes de que l egue a Betelgeuse?