Читаем El cálculo de Dios полностью

—¿Cuándo podremos volver a casa? —dijo Falsey—. No me gusta estar en el extranjero. Ya fue desagradable ir hasta Búfalo, pero al menos eso era América. Si nos pillasen, quién sabe lo que los canucks nos harían. Puede que nunca nos dejen volver a casa.

Ewell pensó en mencionar que al menos Canadá no tenía pena de muerte, pero decidió que mejor no. En lugar de eso, dijo:

—Todavía no podemos atravesar la frontera. Ya oíste las noticias: ya han descubierto que fueron los mismos que se encargaron de la clínica en Búfalo. Mejor quedarse aquí por un tiempo.

—Quiero volver a casa —dijo Falsey.

—Confía en mí —dijo Ewell—. Es mejor quedarse aquí —hizo una pausa, preguntándose si era hora de sacar el tema—. Además, hay un trabajo más para nosotros aquí arriba.

—No quiero volver a matar a nadie. No lo haré… no podré, J. D. No podré.

—Lo sé —dijo Ewell. Alargó la mano y rozó el brazo de Falsey—. Lo sé. Pero no tendrás que hacerlo, lo prometo.

—Eso no lo sabes —dijo Falsey—. No puedes estar seguro.

—Sí que puedo —dijo Ewell—. En esta ocasión no tendrás que preocuparte de matar a nadie… porque en esta ocasión lo que perseguimos ya está muerto.

—Bien, ha sido una conversación desconcertante —dije, volviéndome en dirección a Hollus después de que el wreed hubiese desaparecido de la sala de reuniones.

Los pedúnculos de Hollus se agitaron en un movimiento en S.

—Ahora comprendes por qué me gusta tanto hablar contigo, Tom. Al menos a ti te comprendo.

—Parece que un ordenador traducía la voz de T'kna.

—Sí —dijo Hollus—. Los wreeds no hablan de forma lineal. En lugar de eso, las palabras se entremezclan de una forma compleja que para nosotros está muy lejos de ser intuitiva. El ordenador tenía que esperar hasta que terminase de hablar, para luego intentar descifrar el significado.

Lo pensé un momento.

—¿Es similar a esos acertijos con palabras? Ya sabes, esos en los que escribes «él sí», pero lo decodificas como que la palabra «él» está lejos de la palabra «sí» y lo lees como «él está fuera de sí», y luego lo consideras como metáfora que significa «él se encontraba en un estado emocional de extrema agitación».

—Nunca he visto acertijos así, pero sí, supongo que eso es vagamente similar —dijo Hollus—, pero con ideas mucho más complejas, y relaciones mucho más intrincadas entre las palabras. Para los wreeds el contexto es extremadamente importante; las palabras tienen significados completamente distintos dependiendo de su posición. También poseen una lengua l ena de sinónimos que parecen significar exactamente lo mismo, pero sólo uno de ellos es apropiado en un momento determinado. Nos llevó años aprender a comunicarnos verbalmente con los wreeds; sólo algunos miembros de mi pueblo, y yo no soy uno de el os, pueden hacerlo sin la asistencia de un ordenador. Pero más al á de la mera estructura sintáctica, los wreeds son diferentes de los humanos y los forhilnores. En lo fundamental, no piensan de la misma forma que nosotros.

—¿Qué tienen de diferente? —pregunté.

—¿Te fijaste en sus dígitos? —preguntó Hollus.

—¿Te refieres a los dedos? Sí. Conté veintitrés.

—Los contaste, sí —dijo el forhilnor—. También es lo que tuve que hacer la primera vez que vi a un wreed. Pero un wreed no tendría que contar. Simplemente hubiese sabido que había veintitrés.

—Bien, son sus dedos… —dije.

—No, no, no. No tendría que contarlos porque puede percibir ese nivel de cardinalidad de un solo vistazo —agitó el torso—. Es divertido —dijo—, pero quizás he estudiado más psicología humana que tú… no es que sea mi campo, pero… —Volvió a hacer una pausa—. Ese es otro concepto ajeno a los wreeds: la idea de tener un campo especializado de trabajo.

—Te estás explicando tan bien como T'kna —dije moviendo la cabeza.

—Tienes razón; lo lamento. Déjame que intente cambiar la forma. He estudiado psicología humana… lo que se puede recibiendo las emisiones de televisión y radio. Dices que contaste veintitrés dedos de T'kna, y sin duda fue así. Mentalmente te dijiste, uno, dos, tres, etcétera, etcétera, hasta llegar a veintitrés. Y, si eres como yo, probablemente contaste de nuevo para asegurarte de que no te habías equivocado la primera vez.

Asentí; efectivamente así lo había hecho.

—Bien, si te mostrase un objeto, digamos, una piedra, no tendrías que contarlo. Simplemente percibirías su cardinalidad: sabrías que hay un objeto. Lo mismo sucede con dos objetos. Simplemente miras un par de piedras y de un vistazo, sin procesarlo, percibes que hay dos de ellas. Puedes hacer lo mismo con tres, cuatro o cinco elementos, si eres un humano medio. Sólo cuando te enfrentas a seis o más elementos empiezas a contarlos.

—¿Cómo lo sabes?

—Vi un programa sobre ese asunto en el canal Discovery.

—Vale. Pero ¿cómo se descubrió?

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