El espejo del armario me devuelve mi imagen, que no reconozco. Despeinado, con la mirada extraviada, parezco un alienado con mi barba de varios días y mis mejillas enflaquecidas.
Me desnudo y abro el grifo de la bañera. Encuentro algo de comer en la nevera y lo devoro como un animal hambriento. Como de pie, con las manos sucias y a punto de atragantarme por mi lamentable voracidad. He vaciado una cesta de fruta y dos platos de carne fría, soplado de una tacada dos botellines de cerveza y lamido uno por uno mis diez dedos chorreando salsa.
He tenido que volver a pasar delante del espejo para darme cuenta de que estoy completamente desnudo. No recuerdo haber deambulado por mi casa tal como Dios me trajo al mundo desde que me casé. Sihem era muy estricta con respecto a algunos principios.
¡Qué lejos está ya todo aquello!…
Me meto en la bañera, dejo que el calor del agua me embalsame el cuerpo, cierro los ojos e intento disolverme lentamente en el tórrido adormecimiento que me invade…
– ¡Dios mío!
Kim Yehuda está de pie en el cuarto de baño, incrédula. Mira a su alrededor, da palmadas como si no consiguiera creerse lo que está viendo, se dirige rápidamente al pequeño armario empotrado y lo revuelve todo en busca de una toalla.
– ¿Has pasado la noche metido ahí dentro? -exclama horrorizada y contrariada-. ¿Pero en qué diablos estás pensando? Podías haberte ahogado.
Me cuesta abrir los ojos. Quizá por la luz del día. Me doy cuenta de que he pasado la noche en la bañera. Mis miembros no reaccionan en el agua, que se ha ido enfriando poco a poco; se me han quedado como palos de madera; tengo los muslos y los antebrazos morados. También me doy cuenta de que estoy tiritando y que los dientes me castañetean.
– ¿Pero qué te estás infligiendo, Amín? Ponte de pie y sal de ahí ahora mismo, que voy a pillar una pulmonía de verte.
Me ayuda a levantarme, me envuelve en un albornoz y me frota enérgicamente de pies a cabeza.
– No puede ser -repite-. ¿Cómo has hecho para dormirte con el agua hasta el cuello? ¿Te das cuenta?… He tenido un presentimiento esta mañana. Algo me decía que tenía que darme una vuelta por aquí antes de ir al hospital… Naveed me llamó después de que te soltaran. Pasé tres veces ayer, pero no estabas. Pensé que estarías en casa de algún pariente o amigo.
Me lleva a mi habitación, coloca el colchón en su sitio y me tumba encima. Mis miembros tiemblan cada vez más y mis mandíbulas amenazan con hacerse añicos.
– Voy a prepararte algo caliente -dice a la vez que me tapa con una manta.
La oigo afanarse en la cocina mientras me pregunta dónde he metido tal o cual cosa. El estremecimiento incontrolable de mi boca me impide articular una palabra. Me encojo todo lo que puedo bajo la manta, en posición fetal, con la esperanza de calentarme un poco.
Kim me trae un tazón de manzanilla, me levanta la cabeza y me introduce con cuidado en la boca el brebaje humeante y azucarado. Una lava incandescente se ramifica en mi pecho y me abrasa el vientre.
A Kim le cuesta contener mis sobresaltos.
Coloca el tazón sobre la mesilla de noche, ajusta la almohada y me vuelve a acomodar en la cama.
– ¿Cuándo regresaste? ¿De noche o esta mañana temprano? Cuando me encontré con el cerrojo de la verja descorrido y la puerta de la casa abierta de par en par, de entrada me temí lo peor… Alguien podía haberse metido en tu casa.
No se me ocurre nada que decirle.
Me explica que tiene una operación antes de mediodía, intenta localizar a la asistenta por teléfono para pedirle que venga, se topa varias veces con el contestador automático y acaba dejando un mensaje. Le preocupa dejarme solo, piensa en una solución y no da con ninguna. Se va calmando mientras me toma la temperatura y, tras prepararme algo de comer, se despide prometiendo regresar cuanto antes.
No la he visto salir.
Creo que me quedé dormido…