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– Señor Jaafari…

– Mi mujer no tiene nada que ver con esta matanza. Se trata de un atentado suicida, ¡por Dios!, no de una bronca doméstica. Se trata de mi mujer. Que ha muerto. Asesinada en ese maldito restaurante. Como los demás. Con los demás. Le prohíbo que mancille su memoria. Era una buena mujer. Incluso muy buena. En los antípodas de lo que está insinuando.

– Un testigo…

– ¿Qué testigo? ¿Qué recuerda exactamente? ¿La bomba que llevaba mi mujer o su cara? Hace más de quince años que comparto mi vida con Sihem. La conozco como la palma de mi mano. Sé de lo que es capaz y de lo que no. Tenía las manos demasiado blancas para que se me escapara la menor mancha en ellas. No tiene por qué ser sospechosa por ser la más dañada. Si ésa es su hipótesis, tiene que haber otras. Mi mujer ha quedado más afectada porque estaba más cerca. No llevaba el artefacto explosivo encima, sino que lo tenía a su lado, probablemente oculto bajo su asiento o su mesa… Que yo sepa, ningún informe oficial lo autoriza a decir cosas tan gordas. Además, los primeros datos de la investigación no tienen por qué ser necesariamente concluyentes. Esperemos el comunicado de los comanditarios. El atentado tendrá que ser reivindicado. Quizá haya una cinta de vídeo por medio, para ustedes y para los medios de comunicación. Si hay kamikaze, ya se le verá y se le oirá.

– No es obligatorio con estos tarados. A veces se conforman con un fax o una llamada telefónica.

– No cuando se trata de soliviantar los ánimos. Y una mujer kamikaze es un auténtico pelotazo. Sobre todo si es israelí y da con un eminente cirujano, un orgullo para su ciudad y un modelo de integración… No quiero oírle soltar más cerdadas sobre mi mujer, señor oficial. Mi mujer es víctima del atentado, no su ejecutora. Así que ponga el freno ya mismo.

– ¡Siéntese! -estalla el capitán.

Su grito me da la estocada.

Mis piernas no me soportan y me derrumbo sobre el sofá.

Extenuado, me agarro la cabeza con ambas manos y me acurruco sobre mí mismo. Estoy cansado, destrozado, torpedeado; hago agua por todas partes. El sueño me tiene estragado; me niego a hundirme. No quiero dormir. Temo adormilarme y volver a enterarme al despertar de que la mujer que más quería en el mundo ha muerto, despedazada en un atentado terrorista; temo tener que padecer cada vez que me despierte la misma catástrofe, el mismo siniestro… Y ese capitán que me da voces, ¿por qué no se convierte en polvo? Quisiera verlo desaparecer al segundo, que los duendes que rondan mi casa se conviertan en corriente de aire, que un huracán reviente mis ventanas y me lleve lejos, muy lejos de la duda que está devorándome las tripas, confundiéndome y llenándome el corazón de graves incertidumbres…

<p>IV</p>

El capitán Moshe y sus asistentes me mantienen despierto durante veinticuatro horas seguidas. Se van relevando en el sórdido cuartucho donde se lleva a cabo el interrogatorio. Se trata de una especie de ratonera de techo bajo y paredes insípidas, con una bombilla enrejada encima de mi cabeza cuyo continuo chisporroteo acabará volviéndome loco. Mi camisa empapada de sudor me corroe la espalda con la voracidad de un manojo de ortigas. Tengo hambre y sed, me duele todo y no veo el final del túnel. Han tenido que agarrarme por las axilas para llevarme a orinar. He vaciado media vejiga en mi calzoncillo antes de conseguir abrir la bragueta. Mareado, por poco me rompo la cabeza contra el bidé. Me han devuelto a mi jaula a rastras. Luego, nuevo acoso, las preguntas, los puñetazos sobre la mesa, las tortas para impedir que me desmaye.

Cada vez que el sueño ofusca mi discernimiento, me sacuden de pies a cabeza y me entregan a un oficial descansado y afanoso. Las preguntas son siempre las mismas. Resuenan en mis sienes como hechizos sepulcrales.

Me tambaleo sobre la silla metálica que me está limando el culo y me agarro a la mesa para no caer, pero me desmorono de golpe, como un pelele dislocado, y mi cara choca con violencia contra el borde de la mesa. Creo que me he abierto una ceja.

– El conductor del autocar ha reconocido formalmente a su mujer, doctor. La ha reconocido de inmediato en foto. Ha dicho que efectivamente subió al coche que iba a Nazaret, el miércoles a las ocho y cuarto, pero que al salir de Tel Aviv, a menos de veinte kilómetros de la estación, pidió que la bajaran pretextando una urgencia. El conductor no tuvo más remedio que detenerse en el arcén. Antes de proseguir, vio a su esposa subirse a un vehículo que iba detrás. Ese detalle llamó su atención. No se quedó con la matrícula pero ha dicho que se trataba de un modelo antiguo de Mercedes de color crema… ¿No le dice nada esa descripción?

– ¿Qué quiere usted que le diga? Tengo un Ford reciente, y es blanco. Mi mujer no tenía ningún motivo para bajarse del autocar. Eso es un disparate del conductor.

– En ese caso, no es el único. Hemos mandado a alguien a Kafr Kanna. Hanán Sheddad dice que no ha visto a su nieta desde hace más de nueve meses.

– Es una anciana…

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