Empezó a apretar botones, intentando al principio recuperar la imagen, y luego localizar a alguien de la estación. Fue inútil. Su equipo seguía encendido. Podía oírlo: un zumbido débil y bajo. Pero salvo ese zumbido, nada salía de él. Todo el sistema debía de estar apagado.
Salió a cubierta. El recinto diplomático se encontraba en la cumbre de la colina que se alzaba detrás del puesto de investigación. Era un grupo de cúpulas prefabricadas, apenas visible bajo la lluvia. La pista de aterrizaje, más allá del recinto, quedaba completamente oculta.
Pudo ver el puesto de investigación, con el aspecto de siempre: edificios bajos situados en medio de un paisaje de musgo amarillo. Las luces brillaban en las ventanas. Alguien salió por ana puerta, atravesó a toda prisa el espacio abierto y luego se agachó y entró por otra puerta. Sin correr, se dijo, simplemente apresurándose a causa de la lluvia.
Anna volvió a entrar e intentó activar otra vez el equipo de comunicación. Todavía nada. ¿Qué estaba ocurriendo?
Intentó mantener la mente concentrada en el problema que la ocupaba, pero no dejaba de pensar en la pista de aterrizaje y en el hombre que bajaba por la escalerilla del avión de los alienígenas.
La humanidad había encontrado a los
Todo armado. Por lo que sabían los humanos, los alienígenas no tenían sociedad civil. La humanidad nunca había tenido una cultura —ni en Esparta, ni en Prusia, ni en Estados Unidos— tan completamente dedicada a la guerra.
¿Qué hacía entonces aquel hombre —este humano de aspecto absolutamente corriente, de pelo lacio y rubio— entre los alienígenas? ¿Era un prisionero? ¿Por qué habían llevado a un prisionero con su equipo de negociadores?
Volvió a salir a cubierta. Nada había cambiado. Tal vez debiera acercarse y preguntar qué sucedía. Pero si había problemas, lo mejor sería mantenerse al margen; y si había problemas, ¿no vería a un montón de gente corriendo y el destello de las armas de luz?
Pasó aproximadamente una hora yendo y viniendo de la cabina a cubierta. No ocurrió nada, salvo que los peces silbadores se hundieron en las profundidades del agua y no pudo oírlos más. Mierda. Mierda. Si hubiera querido estar en una guerra, se habría unido a los militares y habría recibido educación gratuita.
Finalmente, a la una, la pantalla de comunicación volvió a encenderse; vio el rostro de Mohammed, oscuro y delgado.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Anna.
—Hemos tenido un corte temporal de electricidad —respondió él con cautela—. No es probable que vuelva a ocurrir. Así me lo han asegurado.
Mohammed era el experto del sistema de comunicación. Él no echaba la culpa a otro cuando se trataba de un problema técnico; de modo que el problema no había sido técnico. Alguien había arrancado el enchufe.
—¿Qué ocurre con los alienígenas?
—Se han ido al recinto diplomático, como estaba previsto.
Ella abrió la boca y él alzó una mano.
—No sé nada más, Anna.
Ella apagó el equipo de comunicación y se dedicó a observar las otras pantallas.
A las dos, uno de los compañeros de Red entró en la bahía. Anna lo captó con el sonar; se desplazó rápidamente por la estrecha entrada del canal y se detuvo al notar la presencia de Red. De día las criaturas no utilizaban luces, sino que se comunicaban con productos químicos que expelían en el agua. Ninguno de los instrumentos de Anna conseguía captar los productos químicos a esa distancia. Sólo pudo observar los dos puntos en su pantalla. Permanecieron inmóviles durante un buen rato.
Finalmente, el nuevo alienígena avanzó. No se acercó a Moby Dick, aunque no tenía forma de evitar la masa flotante, y Moby tenía un parecido superficial con un alienígena. Lo suficientemente bueno para burlar a Red, al menos al principio. Pero aquel individuo no demostró el más mínimo interés, lo que parecía indicar que había obtenido información de Red.
Anna imaginó una conversación.