Читаем Círculo de espadas полностью

Rojo-rojo-azul, decían las luces. (El primer color era en realidad un rosado oscuro, y habían considerado la posibilidad de llamar Rose al animal. Pero el nombre no parecía adecuado: era demasiado grande y demasiado peligroso.)

El primer mensaje rodeó dos veces el perímetro del animal. Luego fue seguido por otro: Naranja-naranja-naranja.

El naranja era un mensaje de angustia.

Soy Red-rojo-azul, estaba diciendo Red, y no me gusta lo que haces.

Ella levantó el frasco y el animal empezó a murmurar: un destello de luz incolora rodeó la campana una y otra vez. Anna esperó un poco más. Red adquirió un color oscuro. Ya podía volver a encender el motor. Se alejó a la mínima velocidad, recordando los largos zarcillos urticantes… estaban ahí abajo, fuera de la vista, en el agua, como una redecilla de seda.

<p>IV</p>

Al cabo de tres semanas, los demás animales empezaron a llegar, cruzando a nado la estrecha entrada de la bahía. Ahora comenzaba el verdadero trabajo de Anna. Cambió sus horarios. La mayor parte de la información valiosa llegaba por la noche, cuando las criaturas flotaban cerca de la superficie del agua, emitiendo mensajes con sus destellos. En ocasiones (y esa era una conducta que sólo se había visto durante la época de apareamiento) repetían el mismo mensaje, al unísono o uno tras Otro, de modo que los destellos de luz iban y venían a través de la bahía.

Los únicos que entraban en la bahía eran los animales relativamente grandes. Tenían zarcillos de aproximadamente la misma longitud y estaban a salvo unos de otros. Otros seudosifonóforos —había cientos de ellos— flotaban en el océano más allá del canal de entrada, atraídos por algo, probablemente una feromona, pero reacios a cruzarlo.

—Aquí no hay indicios de vida inteligente —aseguró María—. Los pequeños temen a los grandes, así es la naturaleza; y todos se sienten atraídos por la posibilidad de sexo. Y eso también es propio de la naturaleza.

Anna no discutió. Estaba demasiado cansada y atareada. Sabía que las negociaciones continuaban —el avión seguía alejándose— pero a esas alturas ya había perdido la noción de lo que podía estar sucediendo.

Una mañana, después de su jornada de trabajo, subió la colina que se alzaba por encima de la estación. El cielo estaba oscuro y despejado, y el lucero del alba y de la tarde brillaba por encima del agua: dos radiantes puntos de luz.

Las criaturas habían empezado a emitir señales exactamente antes de que ella se marchara, y ahora estaban en plena tarea. Las vibrantes luces de color azul y verde iban y venían recorriendo la bahía y salían por el canal hasta internarse en el mar. El ritmo —la pauta— no se alteraba, pero los colores cambiaban y se volvían más pálidos. De vez en cuando veía un destello naranja. En este contexto, el color probablemente era un indicador de frustración sexual. Por alguna razón que de momento nadie comprendía, las criaturas sólo se apareaban en las bahías, nunca en el mar abierto. (Una prueba más de que no eran inteligentes, decía María; una característica de la inteligencia es la flexibilidad.) Los animales pequeños sabían que no iban a reproducirse durante ese año, y chispeaban como el fuego. En la distancia, lejos de la costa, los animales eran menos abundantes, pero sin embargo había unos cuantos que salpicaban las aguas oscuras a lo largo del horizonte, destellando al ritmo de los individuos grandes de la bahía.

Un espectáculo sorprendente.

Al cabo de un rato, una pareja de soldados jóvenes y muy educados salió del recinto. Infantes de marina. El nombre no había cambiado, aunque las naves que tripulaban ahora viajaban a las estrellas. Iban de uniforme y llevaban la cabeza completamente rapada, salvo una delgada franja de pelo que se extendía desde la frente hasta la nuca, en medio de la cabeza. El pelo del chico era rubio muy claro, liso y fino; el de la chica, oscuro y muy rizado.

—La colina está fuera de los límites, miembro —advirtió la chica—. Tendrá que irse.

El chico bajó la mirada hasta la bahía y el océano.

—¿Qué es eso?

—Animales —respondió ella—. Es la época de apareamiento. Como ranas cantando, o como Verdi. Aún no sabemos si son inteligentes.

—¿Por qué no? —preguntó el chico—. Las ballenas lo son. Y los delfines.

Estaba equivocado, pero no quiso discutir.

—He subido hasta aquí para mirar.

—Es un verdadero espectáculo.

—Y se prolongará durante semanas.

—¡Uf! —dijo el chico. Era una exclamación de júbilo.

La chica repitió:

—Miembro, tiene que irse.

Al día siguiente, el avión no salió a la hora de costumbre. Katya le comunicó que los hwarhath habían sido invitados a quedarse para asistir a una fiesta.

—Etienne dice que intentan establecer una relación más cómoda ahora que la cuestión del mobiliario ha quedado resuelta.

—¿El mobiliario? —preguntó Anna.

—No me preguntes nada —dijo Katya—. Etienne no abrió la boca. Es información confidencial.

—Ah —respondió Anna y se concentró en su trabajo.

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