Había soldados que por las tardes cantaban. Desde sus puestos de vigilancia los negros los miraban y se reían, pero como nadie, aparentemente, entendía la letra de las canciones, los dejaban cantar hasta que llegaba la hora de dormir. Otros solían dar paseos de un extremo a otro del campo, cogidos del brazo y conversando sobre los temas más peregrinos. Se decía que pronto comenzarían las hostilidades entre soviéticos y aliados.
Se especulaba sobre las condiciones de la muerte de Hitler.
Se hablaba del hambre y de cómo la cosecha de patatas, una vez más, salvaría a Alemania del desastre.
Al lado del catre de campaña de Reiter dormía un tipo de unos cincuenta años, un combatiente de la Volkssturm. El tipo se había dejado crecer la barba y su alemán era dulce y bajito, como si nada de lo que sucedía a su alrededor le pudiera afectar.
Por el día solía hablar con otros dos excombatientes de la Volkssturm, que lo acompañaban durante los paseos y las comidas.
A veces, sin embago, Reiter lo veía solo, escribiendo con un lápiz de mina sobre papeles de todo tipo que sacaba de sus bolsillos y que luego guardaba con extremo cuidado. Una vez, antes de dormirse, le preguntó qué escribía y el tipo le dijo que intentaba poner por escrito sus pensamientos. Algo que, añadió, no resultaba nada fácil. Reiter no le preguntó nada más, pero a partir de ese momento el excombatiente de la Volkssturm, siempre por la noche, siempre antes de dormirse, encontraba un pretexto para cruzar unas palabras con él. Según le contó, su mujer había muerto cuando los rusos entraron en Küstrin, de donde eran, pero él no guardaba rencor a nadie, la guerra era la guerra, decía, y cuando la guerra terminaba lo mejor era perdonarse los unos a los otros y empezar de nuevo.
¿Empezar cómo?, quiso saber Reiter. Empezar desde cero, susurró con su alemán pausado, con alegría y también con imaginación. El tipo se llamaba Zeller y era flaco y retraído. Al verlo pasear por el campo, siempre en compañía de los otros dos excombatientes de la Volkssturm, su figura, tal vez por contraste con la de sus acompañantes, irradiaba una gran dignidad.
Una noche Reiter le preguntó si tenía familia.
– Mi mujer -le respondió Zeller.
– Pero su mujer está muerta -dijo Reiter.
– También tuve un hijo y una hija -lo oyó susurrar-, pero ellos también murieron. Mi hijo en la batalla del saliente de Kursk y mi hija durante un bombardeo en la ciudad de Hamburgo.
– ¿Y no hay más parientes? -dijo Reiter.
– Dos nietecitos, gemelos, una niña y un niño, pero ellos también murieron en el bombardeo en que murió mi hija.
– Vaya por Dios -dijo Reiter.
– También murió mi yerno, pero no en el bombardeo, sino días después, de pena por la muerte de sus hijos y de su mujer.
– Es terrible -dijo Reiter.
– Se suicidó tomando veneno para ratas -susurró Zeller en la oscuridad-. Agonizó durante tres días en medio de los más horribles suplicios.
Reiter ya no supo qué decir, en parte porque el sueño lo iba ganando, y lo último que oyó fue la voz de Zeller que decía que la guerra era la guerra y que más valía olvidarlo todo, todo, todo. La verdad es que Zeller tenía una serenidad envidiable.
Esta serenidad, por otra parte, se veía perturbada únicamente cuando aparecían más prisioneros o cuando volvían los visitantes que los interrogaban uno por uno en el interior de los barracones.
Al cabo de tres meses les tocó el turno a aquellos cuyos apellidos empezaban por la Q, la R y la S, y Reiter pudo hablar con los soldados y con algunos tipos vestidos de civil que le pidieron cortésmente que se pusiera de frente y de perfil y que luego rebuscaron un par de fichas en un dossier que probablemente estaba lleno de fotografías. Luego uno de los civiles le preguntó qué había hecho durante la guerra y Reiter tuvo que contarles que había estado en Rumanía con la 79 y después en Rusia, en donde había sido herido varias veces.
Los soldados y los civiles quisieron ver sus heridas y se tuvo que desnudar y enseñárselas. Uno de los civiles, uno que hablaba un alemán con acento berlinés, le preguntó si comía bien en el campo de prisioneros. Reiter dijo que comía como un rey y cuando el que había hecho la pregunta la tradujo para los demás todos se rieron.
– ¿Te gusta la comida americana? -dijo uno de los soldados.
El civil tradujo la pregunta y Reiter dijo:
– La carne americana es la mejor carne del mundo.
Todos volvieron a reírse.
– Tienes razón -dijo el soldado-, pero eso que comes no es carne americana sino comida para perros.
Esta vez la risa hizo que el traductor (que prefirió no traducir la respuesta) y algunos de los soldados se cayeran al suelo.
Un soldado negro apareció en la puerta con el semblante preocupado y les preguntó si tenían problemas con el prisionero. Le ordenaron que cerrara la puerta y se marchara, que no había problemas, que estaban contándose chistes. Luego uno de ellos sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno a Reiter. Me lo fumaré más tarde, dijo Reiter, y se lo guardó detrás de la oreja.