Procedimos. El olor que exhalaron los vagones al ser abiertos hizo fruncir la nariz hasta a la mujer encargada de los lavabos de la estación. En el viaje murieron ocho judíos. El oficial hizo formar a los sobrevivientes. No tenían buen aspecto. Ordené que los llevaran a una curtiduría abandonada. Dije a uno de mis empleados que se dirigiera a la panadería y que comprara todo el pan disponible para repartirlo entre los judíos. Que lo pongan a mi cuenta, dije, pero hágalo rápido. Luego me fui a la oficina a despachar otros asuntos urgentes. A mediodía me avisaron que el tren de Grecia se marchaba del pueblo. Desde la ventana de mi oficina veía jugar al fútbol a esos niños borrachos y por un instante me pareció que yo también había bebido en exceso.
Dediqué el resto de la mañana a buscarles un acomodo menos provisional a los judíos. Uno de mis secretarios me sugirió que los pusiera a trabajar. ¿En Alemania?, dije. Aquí, dijo él.
No era una mala idea. Ordené que les dieran escobas a unos cincuenta judíos, divididos en brigadas de diez, y que barrieran mi pueblo fantasma. Luego volví a los asuntos principales: de varias fábricas del Reich me pedían, al menos, dos mil trabajadores, del Gobierno General también tenía misivas solicitándome mano de obra disponible. Hice varias llamadas telefónicas:
dije que tenía quinientos judíos disponibles, pero ellos querían polacos o prisioneros de guerra italianos.
¿Prisioneros de guerra italianos? ¡En mi vida había visto un prisionero de guerra italiano! Y todos los hombres polacos disponibles ya los había mandado. Sólo me había quedado con lo estrictamente necesario. Así que volví a llamar a Chelmno y les pregunté otra vez si les interesaban o no mis judíos griegos.
– Si se los enviaron a usted, por algo será -me contestó una voz metálica-. Hágase usted cargo de ellos.
– Pero yo no gestiono un campo de judíos -dije-, ni tengo la experiencia debida.
– Usted es el responsable de ellos -me contestó la voz-, si tiene alguna duda pregunte a quien se los haya enviado.
– Muy señor mío -respondí-, quien me los ha enviado está, supongo, en Grecia.
– Pues pregunte a Asuntos Griegos, en Berlín -dijo la voz.
Sabia respuesta. Le di las gracias y colgué. Durante unos segundos estuve pensando en la conveniencia o no de llamar a Berlín. En la calle, de pronto, apareció una brigada de barrenderos judíos. Los niños borrachos dejaron de jugar al fútbol y se subieron a la acera, desde donde los miraron como si se tratara de animales. Los judíos, al principio, miraban el suelo y barrían a conciencia, vigilados por un policía del pueblo, pero luego uno de ellos levantó la cabeza, no era más que un adolescente, y miró a los niños y a la pelota que permanecía quieta bajo la bota de uno de esos pillastres. Durante unos segundos pensé que se pondrían a jugar. Barrenderos contra borrachines.
Pero el policía hacía bien su trabajo y al cabo de un rato la brigada de judíos había desaparecido y los niños volvieron a ocupar la calle con su remedo de fútbol.
Volví a sumergirme en mis papeles. Trabajé sobre una partida de patatas que se había perdido en alguna parte entre la región que yo controlaba y la ciudad de Leipzig, que era su destino final. Ordené que se investigara el asunto. Nunca me he fiado de los camioneros. Trabajé también en un asunto de remolachas.
En un asunto de zanahorias. En un asunto de símil café. Mandé llamar al alcalde. Uno de mis secretarios llegó con un papel en el que se aseguraba que las patatas habían salido de mi región en transporte ferroviario, no en camiones. Las patatas llegaron a la estación en carros tirados por bueyes o caballos o burros, que de todo hay, pero no en camiones. Había una copia del albarán de carga, pero se había perdido. Encuentre esa copia, le ordené. Otro de mis secretarios llegó con la noticia de que el alcalde estaba enfermo, guardando cama.
– ¿Es grave? -pregunté.
– Un resfriado -dijo mi secretario.
– Pues que se levante y venga -le dije.
Cuando me quedé solo me puse a pensar en mi pobre mujer, postrada en cama, con las cortinas corridas, y ese pensamiento me puso tan nervioso que empecé a recorrer mi oficina de lado a lado, pues si me quedaba quieto corría el peligro de sufrir una embolia cerebral. Entonces volví a ver a la brigada de barrenderos aparecer por la calle razonablemente limpia y la sensación de que el tiempo se repetía me dejó paralizado de golpe.
Pero, gracias a Dios, no eran los mismos barrenderos sino otros. El problema era que se parecían demasiado. El policía que los vigilaba, sin embargo, era distinto. El primer policía era flaco y alto y caminaba muy erguido. El segundo policía era gordo y de baja estatura y además tenía unos sesenta años, pero aparentaba diez más. Los niños polacos que jugaban al fútbol sin duda sintieron lo mismo que yo y volvieron a subirse a la acera para dejar paso a los judíos. Uno de los niños les dijo algo. Supuse, pegado al cristal de la ventana, que estaba insultando a los judíos. Abrí la ventana y llamé al policía.