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– ¿Qué tal tipo era? -dijo un alemán, a sabiendas de que daba lo mismo la respuesta.

– No era una mala persona -dijo un rumano.

Luego todos permanecieron en recogimiento, algunos con las cabezas gachas y otros mirando al general con ojos de alucinados.

A nadie se le ocurrió preguntar cómo lo habían matado.

Probablemente le dieron una paliza, luego lo tiraron al suelo y le siguieron pegando. El palo de la cruz estaba oscurecido por la sangre y la costra llegaba, oscura como una araña, hasta la tierra amarilla. A nadie se le ocurrió decir que lo descolgaran.

– Tardaréis en encontrar otro ejemplar como éste -dijo un alemán.

Los rumanos no le entendieron. Reiter contempló el rostro de Entrescu: tenía los ojos cerrados pero la impresión que daba era la de tener los ojos muy abiertos. Las manos estaban fijadas a la madera con grandes clavos de color plata. Tres por cada mano. Los pies estaban remachados con gruesos clavos de herrero.

A la izquierda de Reiter un rumano jovencito, de no más de quince años, a quien el uniforme le venía demasiado grande, rezaba. Preguntó si había alguien más en la propiedad. Le contestaron que sólo ellos, que el tercer cuerpo o lo que quedaba del tercer cuerpo había llegado hacía tres días a la estación de Litacz y que el general, en lugar de buscar un lugar más seguro al oeste, decidió ir a visitar su castillo, que encontraron vacío.

No había servidumbre ni ningún animal vivo que pudieran comerse.

Durante dos días el general se encerró en su habitación y no quiso salir. Los soldados se dedicaron a vagar por la casa, hasta que hallaron la bodega, cuya puerta echaron abajo. Pese a las reservas de algunos oficiales, todos empezaron a emborracharse.

Esa noche desertó la mitad del tercer cuerpo. Los que se quedaron lo hicieron por propia voluntad, no coaccionados por nadie, lo hicieron porque querían al general Entrescu.

O algo parecido. Algunos salieron a robar en las poblaciones vecinas y no regresaron. Otros le gritaron al general, desde el patio, que volviera a asumir el mando y decidiera qué hacer.

Pero el general seguía encerrado en la habitación y no le abría la puerta a nadie. Una noche de borrachera los soldados echaron la puerta abajo. El general Entrescu estaba sentado en un sillón, rodeado de candelabros y cirios, contemplando un álbum de fotos. Entonces pasó lo que pasó. Al principio Entrescu se defendió propinándoles fuetazos con su vara de montar.

Pero los soldados estaban locos de hambre y de miedo y lo mataron y luego lo clavaron a la cruz.

– Os costaría mucho hacer esta cruz tan grande -dijo Reiter.

– La hicimos antes de matar al general -dijo un rumano-.

No sé por qué la hicimos, pero la hicimos antes incluso de emborracharnos.

Después los rumanos volvieron a cargar su botín y algunos alemanes les ayudaron y otros decidieron ir a dar una vuelta hasta la casa, a ver si quedaba algo de alcohol en las bodegas, y el crucificado una vez más se quedó solo. Antes de irse, Reiter les preguntó si conocían a un tal Popescu, uno que siempre iba con el general y que probablemente trabajaba como secretario suyo.

– Ah, el capitán Popescu -dijo un rumano moviendo la cabeza afirmativamente y con el mismo tono de voz que hubiera empleado en decir el capitán Ornitorrinco-. Ése ya debe estar en Bucarest.

Mientras se alejaban, en dirección a los breñales, levantando una nubecilla de polvo por el camino, Reiter creyó distinguir unos pájaros negros sobrevolando la explanada desde donde vigilaba el curso de la guerra el general Entrescu. Uno de los alemanes, el que iba junto a la ametralladora, comentó, riéndose, qué iban a pensar los rusos cuando vieran a aquel crucificado.

Nadie le contestó.

De derrota en derrota, Reiter volvió finalmente a Alemania.

En mayo de 1945, a la edad de veinticinco años, después de pasar dos meses oculto en un bosque, se rindió a unos soldados norteamericanos y fue internado en un campo de prisioneros en las afueras de Ansbach. Allí se duchó por primera vez en muchos días y la comida era buena.

La mitad de los prisioneros de guerra dormían en barracones que habían construido unos soldados negros norteamericanos y la otra mitad dormía en grandes tiendas de campaña.

Cada dos días aparecían por el campo visitantes que revisaban, siguiendo un estricto orden alfabético, los papeles de los prisioneros.

Al principio ponían una mesa al aire libre y los prisioneros iban pasando y respondiendo de uno en uno a sus preguntas.

Después los soldados negros, ayudados por unos cuantos alemanes, instalaron un barracón especial, de tres habitaciones, y las colas ahora se hacían delante de este barracón. Reiter no conocía a nadie en el campo. Sus compañeros de la 79 y luego de la 303 habían muerto o caído prisioneros de los rusos o desertado, como él mismo había hecho. Lo que quedaba de la división se dirigía a Pilsen, en el Protectorado, cuando Reiter, en medio de la confusión, se marchó por su cuenta. En el campo de prisioneros de Ansbach procuraba no relacionarse con nadie.

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