En ese momento Reiter despertó y decidió que debía abandonar Kostekino lo más aprisa posible. Se vistió en silencio y preparó sus escasas pertenencias. No encendió ninguna luz ni atizó el fuego. Pensó en todo lo que iba a tener que andar ese día. Antes de salir de la isba volvió a colocar cuidadosamente el cuaderno de Ansky en el escondrijo de la chimenea. Que ahora lo encuentre otro, pensó. Luego abrió la puerta, la cerró con mucho cuidado y se alejó de la aldea con grandes zancadas.
Varios días después encontró una columna de su división y volvió a la monotonía de aguantar y retirarse, hasta que los soviéticos los destrozaron en el Bug, al oeste de Pervomaysk, y los restos de la 79 pasaron a formar parte de la división 303. En 1944, mientras se dirigían a Jassy con una brigada motorizada rusa pisándoles los talones, Reiter y otros soldados de su batallón vieron una polvareda azul que subía hacia el cielo del mediodía.
Luego escucharon gritos y cantos muy apagados y al poco rato Reiter vio a través de sus prismáticos a un grupo de soldados rumanos que cruzaba un huerto a toda carrera, como poseídos por un demonio o por el miedo, y se internaba en un camino de tierra que corría paralelo a la carretera por donde se retiraba su división.
No tenían mucho tiempo, pues los rusos iban a llegar de un momento a otro, sin embargo Reiter y algunos de sus compañeros decidieron ir a ver qué había ocurrido. Bajaron de la colina que usaban de observatorio y atravesaron, a bordo de un vehículo armado con una ametralladora, los breñales que separaban ambos caminos. Vieron una especie de castillo rural rumano, desierto, con las ventanas cerradas y un patio adoquinado que se prolongaba hasta los establos. Luego salieron a una explanada en donde aún había soldados rumanos rezagados que jugaban a los dados o que cargaban en carretas (que luego tiraban ellos mismos) cuadros y muebles del castillo. Al final de la explanada había una gran cruz hecha con grandes trozos de madera barnizada en tonos oscuros probablemente arrancados del gran salón de la propiedad rural. En la cruz, enterrada sobre tierra amarilla, había un hombre desnudo. Los rumanos que sabían algo de alemán les preguntaron qué hacían allí. Los alemanes respondieron que huían de los rusos. No tardarán en llegar, dijeron algunos rumanos.
– ¿Y eso qué significa? -dijo un alemán indicando al hombre crucificado.
– El general de nuestro cuerpo de ejército -dijeron los rumanos mientras se daban prisa en colocar sobre las carretas su botín.
– ¿Es que vais a desertar? -les preguntó un alemán.
– Así es -respondió un rumano-, ayer por la noche el tercer cuerpo de ejército decidió desertar.
Los alemanes se miraron entre sí, como si no supieran si ponerse a disparar contra los rumanos o desertar con ellos.
– ¿Y adónde vais a ir ahora? -les preguntaron.
– Hacia el oeste, hacia nuestras casas -dijeron algunos rumanos.
– ¿Lo habéis pensado bien?
– Mataremos a quien nos lo impida -dijeron los rumanos.
La mayoría, como para reafirmar sus palabras, cogió sus fusiles y hubo alguno que incluso se puso a apuntarles sin el más mínimo recato. Por un instante pareció que ambos grupos se iban a poner a disparar. Justo en ese momento Reiter se bajó del vehículo y haciendo caso omiso de la actitud de los rumanos y de los alemanes se puso a caminar en dirección a la cruz y al crucificado. Éste tenía sangre seca sobre el rostro, como si le hubieran roto la nariz a culatazos la noche anterior, y sus ojos estaban amoratados y los labios hinchados, pero aun así lo reconoció en el acto. Era el general Entrescu, el hombre que se había acostado con la baronesita Von Zumpe en el castillo de los Cárpatos y a quien él y Wilke espiaron desde el pasillo secreto.
Le habían arrancado la ropa a jirones, probablemente cuando aún estaba vivo, dejándolo completamente desnudo a excepción de sus botas de montar. El pene de Entrescu, una verga soberbia que en erección medía, según los cálculos que Wilke y él hicieron en su momento, unos treinta centímetros, era mecido cansinamente por el viento del atardecer. A los pies de la cruz había una caja de fuegos artificiales, con los que el general Entrescu entretenía a sus invitados. La pólvora debía de estar mojada o los artefactos caducados puesto que lo único que hacían al estallar era provocar una nubecilla de humo azul que no tardaba en subir al cielo y desaparecer. Uno de los alemanes, detrás de Reiter, hizo un comentario sobre el miembro viril del general Entrescu. Algunos rumanos se rieron y todos, unos más rápido que otros, se acercaron a la cruz como si de improviso ésta se hubiera vuelto a imantar.
Los rifles ya no apuntaban a nadie y los soldados los sostenían como si se tratara de herramientas del campo y ellos campesinos cansados desfilando siempre al borde del abismo. Sabían que los rusos estaban por llegar y les temían, pero ninguno se resistió a acercarse por última vez a la cruz del general Entrescu.